Originalmente publicado en Ciudad Liberal.
La Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación
tiene la triste fama de ser un antro de encapuchados y antisociales, lo cual le
ha dado el apodo de Piedragógico. Estudié allí desde el 2002 hasta el 2008. Fui
alumno del Departamento de Castellano y del Centro de Estudios Clásicos. Era
común, en las asambleas de alumnos del Departamento de Castellano, que me viera
enfrentado con quienes proponían hacer paros y tomas, porque siempre me
parecieron una forma de estorbar injustificadamente las actividades académicas.
Los enfrentamientos verbales solían incluir expresiones de sorpresa de mis
contrincantes y de otras personas presentes, quienes no daban crédito a algunas
de mis afirmaciones. La afirmación que más recurrentemente contraía esta
reacción era la de que Carabineros concurría al frontis de la universidad y
aplicaba medidas represivas a causa de que había encapuchados quemando
pneumáticos y arrojando piedras en las afueras del campus. A pesar de lo evidente
que resulta afirmar esto, lo cual ni siquiera contrae un juicio moral, muchos
se mostraban sorprendidos, contrariados y hasta ofendidos en virtud de lo que
yo decía.
No obstante, ellos no son los únicos que se han sorprendido
con mis palabras. En diciembre del 2011, hace ya dos años, observé un
comportamiento similar en un funcionario de la plataforma telefónica del
Ministerio Público. Yo había remitido varias socilitudes, la mayoría de ellas
dirigidas al entonces Fiscal Adjunto Jefe Carlos Gajardo, pidiendo que la causa
RUC 0700780681-1 fuese reabierta, pero ninguna de ellas fue contestada.
Consternado por la indolencia de la Fiscalía Local de Ñuñoa, decidí hacer una
llamada telefónica desde Canberra (donde residía entonces) hacia Santiago. Le
expliqué la situación a la persona que me atendió el teléfono y le hice ver mi
decepción por el hecho de que ninguna de mis solicitudes y comunicaciones
hubiera recibido respuesta. El funcionario, en lugar de ofrecerme una
explicación, se mostró extrañado de que yo estuviera tan interesado en la
reapertura de la causa y comenzó a interrogarme con respecto a mi involucración
en los hechos y a mi vinculación con las víctimas. Le expliqué que yo había
recibido información circunstancial relevante para la investigación, lo cual me
permitió informar acerca de un par de testigos directos de los hechos, y
entonces él afirmó que era una facultad exclusiva de las víctimas solicitar la
reapertura de la causa. No creo que haya hablado con la verdad. ¿Cómo sería
posible que alguien, teniendo información relevante para la resolución de una
investigación, esté imposibilitado de aportarla? Tuve la impresión, entonces,
de que tratar de hacer justicia debe ser algo malo, o mal visto al menos, si
incluso un funcionario del Ministerio Público interpone reparos a la intención
de hacerlo.
La víctima de la causa es Daniela Fuentes, quien fue
agredida por un encapuchado que le arrojó una bomba molotov en la cabeza
mientras viajaba en el bus patente ZN-5121 conducido por Mauricio Millacán el
día 05 de octubre del 2007 a las 19.20 horas. El nombre del agresor era un
«secreto a voces» en la UMCE, pero nadie se atrevía a denunciarlo. En realidad,
no todos tenían miedo de hacerlo: el Dr. Freddy Araya consideraba inapropiado
aplicar la justicia contra este sujeto porque el contexto de los problemas de
la UMCE otorgaría una especie de antenuante que resulta invisible para el
rígido sistema normativo del país. Algo similar consideró María Tapia, fiscal
de un sumario interno, cuando decidió no aplicar las sanciones contempladas
para conductas que fueron verificadas en el transcurso de la investigación que
ella llevó a cabo, por considerarlas «normales» en el contexto de las
movilizaciones estudiantiles de la UMCE. El entonces Contralor Interno de la
universidad, Ricardo Rubio, estuvo de acuerdo con este razonamiento y sobreseyó
la causa a pesar de que se había verificado la comisión de actos que
transgredían las normas internas de la UMCE. Algo similar ha hecho el Consejo
Académico de la UMCE, presidido por el Rector Jaime Espinosa, al resolver, en
el Acuerdo 1195 del 25 de septiembre del 2013, que no abrirían sumarios contra
los alumnos que hayan participado en la toma del Departamento de Castellano,
que tuvo lugar desde el 08 de mayo al 28 de septiembre de este año.
Me parece observar, entonces, una conducta similar en mis
contrincantes en las asambleas de alumnos del Departamento de Castellano, en el
Fiscal Carlos Gajardo, en el funcionario del Ministerio Público, en el Dr.
Freddy Araya, en la fiscal María Tapia, en el Contralor Ricardo Rubio y en el
Rector Jaime Espinosa. Todos ellos consideran inapropiado sancionar a alguien
que ha agredido con su rostro cubierto a una adolescente de catorce años que
viajaba en un bus urbano con su hermana y su madre. Todos ellos estiman
virtuoso que la impunidad se imponga a la aplicación de justicia. Todos ellos
prefieren no mirar los hechos tal como son, sino que interpretarlos de tal
manera que la aplicación de los criterios sensatos devenga en algo extravagante
y censurable. Ellos prefieren que aquel que actuó con su rostro enmascarado
siga así, cubierto y ajeno a la justicia de los hombres, como una especie de
Übermensch que no puede ser sometido a las rústicas costumbres y la imperfecta
normativa mundana. Él merece un trato especial porque es un ser superior al
resto, es un ángel que trae un mensaje de liberación universal y no puede ser
estorbado en su tarea. ¿Quiénes somos nosotros para juzgarlo? ¿Acaso no está
claro que todos los delitos y crímenes cometidos a las 19.20 horas deben quedar
impunes y ser contemplados sin estupor, sin sorpresa, sino con total
naturalidad?
Mis limitaciones intelectuales y morales me impiden ver algo
tan evidente. Por eso seguí insistiendo y lo seguiré haciendo mientras pueda.
Porque tengo derecho a ser tal cual soy, con mi ceguera, con mi estupidez, con
mi incapacidad para comprender algo tan obvio y natural como una agresión con
una bomba molotov, con mi inhabilidad para aceptar que los encapuchados están
por encima de la ley, con mi repulsiva sed de justicia, con mi despreciable
anhelo de respeto por la dignidad de las personas y con mi incomprensible afán
de conseguir que una agresión sea sancionada. Yo no conozco a Daniela. Nunca me
he atrevido a contactarla a ella ni a su madre. Presumo que no querrán revivir
un episodio doloroso e ingrato. Pero esto no detiene mi intención de ayudarlas
silenciosamente en la medida de mis posibilidades y con el enorme peso de mis
limitaciones.
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