En contra de la transparencia

Esta columna fue escrita para ser publicada en Ciudad Liberal a principios de noviembre del 2014. El retiro de mi editor, no obstante, impidió que fuera publicada y significó, además, el fin de mi participación en este medio.

Cuando mi padre trabajaba administrando la empresa constructora «Alto Vespucio», antes de independizarse, recibió en varias oportunidades la visita de un amigo que se postulaba como candidato en las elecciones municipales de una comuna del sector Sur de Santiago. Este amigo visitaba a mi papá para pedirle dinero que utilizaría en la impresión de volantes para sus campañas políticas, las cuales podían bien estar auspiciadas por el Partido Comunista o por la Unión Demócrata Independiente: lo importante era tener un cupo. Mi padre, pues, colaboró con este amigo suyo, entregándole una pequeña suma de dinero. Por lo que entiendo, esta donación no fue documentada, aunque no estoy seguro de este aspecto —que me parece del todo irrelevante, por lo demás.

Los aportes reservados no eran un problema en los 90, así que mi papá nunca tuvo reparos en compartir esta historia con todo el mundo. Ahora no sé si será lo mismo, porque hay quienes creen que uno no puede entregarle dinero a un político sin documentar la donación y, más aún, sin obligar al político a declarar públicamente que la recibió, indicando tanto el nombre cuanto el monto relativos a ella. Quienes hacen esta exigencia no son dueños del dinero donado ni han colaborado de ninguna manera para su obtención. Tampoco mantienen al candidato o al donante. De hecho, no guardan ninguna relación con ellos ni con la transacción que llevan a cabo. Ellos simplemente exigen saber lo que hicieron de forma privada personas a las que ni siquiera conocen.

¿Cuál es el problema? El problema, claramente, es que ellos fueron abusados por terroristas durante la infancia. Como sienten pudor de admitirlo, no obstante, prefieren decir que es inmoral que los candidatos a cargos públicos reciban donaciones de personas particulares o de empresas (personas particulares institucionalizadas). Reclaman, con entonaciones sentimentales, que los candidatos no deben recibir estas donaciones porque ellas los condicionan a servir los intereses de los donantes y no de los representados. Al escuchar esto, uno piensa que verás si tienen imaginación estos muchachos: porque se inventan cualquier argumento con tal de intervenir en un asunto que es del todo privado. El fin de sus lacrimógenas exigencias es que el Estado se haga cargo por completo de los costos de las campañas, evitando así esas sucias transacciones libres y hasta indocumentadas.

Otros, sin embargo, mentalmente más maduros —quizás por un año o dos—, proponen que todas estas donaciones sean estrictamente públicas, invocando la transparencia y afirmando que esto permitirá contrarrestar la influencia de los donantes sobre los candidatos efectivamente electos en favor de los representados. La eficacia de este método se prueba con ejemplos brindados por el Boletín Comercial y los libros que denuncian las atrocidades del comunismo. Pero, aparte de este aspecto práctico, el fundamento de quienes proponen el «transparentar sin transar» es el mismo de quienes proponen el totalitarismo electoral: que resulta inmoral permitir las transacciones voluntarias e indocumentadas entre las personas. Por supuesto, ellos no se juzgan a sí mismos por comprar productos sin boleta en las ferias artesanales o en el Persa Biobío, puesto que ellos han medido con exactitud el mínimo impacto de sus transacciones. Pero el resto de los mortales tenemos terminantemente prohibido llevar a cabo cualquier compra-venta sin la erudita intervención del Padre Estado y sin dejar registro de ella para la Madre Burocracia.

Como el determinismo social —probado de forma irrefutable, no con experimentos científicos, sino con «sentido común»— me obliga a defender lo que hizo mi padre y mis constantes críticas hacia él no son más que un intento pueril de aparentar independencia (la «lógica» determinista siempre superará cualquier escollo), afirmaré que los aportes reservados no son incorrectos. De hecho, creo que ni siquiera son materia de ley: sí, estoy rechazando lo que dice el artículo 60mo de la Constitución. Y tampoco me parece que deban ser conocidos más que por quienes participan en su transacción, salvo que ellos mismos acuerden compartir la información con otras personas.

Mi determinismo social —el mismo que me tiene ganando la décima parte de lo que gana mi hermano a pesar de que nos criamos juntos y recibimos la misma educación— me inclina a pensar que una persona no tiene la obligación de decirle a nadie más cuánto gana o cuánto gasta ni con quién lo gasta, etcétera. Me parece, pues, que no es admisible exigirle a nadie que revele sus ingresos y sus gastos: esta información es tan privada como la talla de los calzoncillos (L en mi caso) y no tiene por qué ser extraída a la fuerza o bajo amenazas desde las personas. Por eso mismo le dije al bombero de la bencina que me indicó que nos faltaba la boleta en una ocasión: «¿Es necesario hacer eso? Yo no quiero que me hagas una boleta. ¿Acaso tú quieres hacerme una boleta?» Lo observaba inquisitivamente mientras le hacía estas preguntas. Él se rio y no dijo nada, así que me reí también y me fui.

Este lamentable determinismo del que no puedo librarme me hace desear un mundo alegre, no burocrático: un mundo en el que nos riamos de la necesidad de documentar nuestras transacciones.

Claro que los totalitarios siempre piensan en los efectos: que, si no limitamos la libertad de expresión, los profesores de la PUC les dirán «maricones» a los maricones; que, si no limitamos la libertad de armas, los ciudadanos impedirán que los marxistas tomen el poder; que, si no limitamos la libertad de empresa, las personas podrán enriquecerse con su trabajo; que, si no arrojamos las vírgenes al cráter del volcán, este hará erupción; etcétera. Es cierto que la libertad trae consecuencias terribles, pero ya sabemos que resulta mucho mejor enfrentar estas consecuencias y buscar las mejores soluciones para cada uno en el camino que evitar las consecuencias a un costo de cientos de millones de vidas y de ausencia absoluta de libertad y de humanidad.

¿Están seguros, entonces, de que quieren pagar el costo de acabar con o de transparentar los aportes reservados?

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