Obviedades invisibles de las diferencias sexuales

Fuente: The Economist

He escuchado, alguna vez, que hombres y mujeres tienen las mismas capacidades, puesto que las personas de ambos sexos son esencialmente iguales. Esta afirmación, no obstante, está fundada más en un anhelo que en mediciones empíricas. Se cree que, si se cuestiona la presunta igualdad entre hombres y mujeres, se estará dando pie a presumir la superioridad de uno y la inferioridad de otro, lo cual conllevaría a maltratos y agresiones en la vida real. El paradigma para esta ecuación —errónea, por lo demás— es el 3er Reich: este gobierno consideraba que los arios son superiores al resto de las razas humanas y consideraba que esta era una razón aceptable para darles un trato preferencial y para exterminar al menos una de las otras. El trauma del Holocausto les impide pensar a las personas que, en realidad, considerar que una persona es mejor que otra no implica que querremos exterminar a quienes no son esta persona. Esta condición también se aplica sobre grupos de personas: yo puedo perfectamente creer que los zurdos son mejores que los diestros, pero esto no significa que querré eliminar a estos.

En alguna oportunidad he cuestionado abiertamente la pretendida igualdad de los sexos (que no géneros) y la respuesta ha sido impresionante: en lugar de interponer argumentos en contra de lo que digo, me he encontrado con personas que insultan, gritan y maldicen como si hubiese ofendido a sus padres o los hubiera amenazado de muerte. ¿A qué se debe esta reacción irracional, propia de un animal en riesgo de muerte y no de una persona que está en desacuerdo con otra? El origen de este comportamiento está, obviamente, en una valoración que bloquea la función intelectiva de la mente: se asume que cuestionar la igualdad entre hombres y mujeres equivale a revivir el 3er Reich y que, por lo tanto, ya no cabe argumentar, sino que solamente insultar, gritar y maldecir.

Hace tiempo leí una nota periodística en la que se informaba acerca de los resultados de una investigación: concluía que la fuerza física de los hombres es, en promedio, superior a la de las mujeres. Algunos creerán que esta investigación «descubrió el agua tibia», pero la constatación científica de los hechos reales tiene importancia incluso para aquello que nos parece obvio. No obstante, las conclusiones de esta investigación contradicen la premisa de que hombres y mujeres son iguales o esa otra de que el sexo es una construcción social. Si bien estas premisas son infundadas y contradictorias en sí, hay quienes creen ciegamente en ellas y las interponen como razones para justificar sus insultos, gritos y maldiciones contra quien las cuestione. Su afán es tanto que incluso están dispuestos a negar las conclusiones de la investigación científica con tal de defender sus amadas premisas, únicas defensas contra la destrucción de la raza humana completa.

Hace menos tiempo, encontré otra nota periodística (desde donde tomé la imagen de arriba) dando cuenta de una investigación que descubrió otra verdad evidente: el cerebro de un hombre procesa conexiones neuronales de forma distinta que el cerebro de una mujer. No sé si vale la pena mostrarles estas evidencia a quienes se niegan a aceptar que existan diferencias entre hombres y mujeres. De hecho, si ya hemos observado una y otra vez que estas personas responden de la misma manera —gritando, insultando y maldiciendo— cada vez que los contradicen, con o sin evidencia de por medio, deberíamos aceptar el hecho de que han decidido voluntariamente dejar de comportarse como humanos y, en concecuencia, empezar a tratarlos como si no lo fueran: no en el sentido de que los echemos a un corral, sino en el sentido de que no nos esforcemos en discutir con ellos ni en convencerlos. Presumo que ha de ser mejor ignorar a aquellos que simplemente se niegan a razonar y comunicarse solamente con quienes admiten las contradicciones. Claro, los irracionales también publican y esto es un problema, puesto que hacen proliferar los argumentos a favor de la irracionalidad y contribuyen a la clausura de un número cada vez mayor de mentes. Por otro lado, no se puede tomar el control de lo que es publicado y de lo que es entendido y de lo que es decidido por cada persona. Lo mejor que puede hacer una persona racional ante esto es argumentar convincentemente en contra de las premisas falsas de los irracionales y desechar, por defecto, sus habituales gritos, insultos y maldiciones: una ignorancia completa de su discurso parece inapropiada, pues. Resulta mejor concentrarse en los pocos argumentos que puedan articular —con mucha dificultad— y descartar, abiertamente o no, sus reacciones animalescas.

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