Impuestos, la violación diaria que aceptamos en nuestras vidas

Originalmente publicado en PanAm Post.

La reciente revelación de Bernardo Bertolucci respecto de una escena de la película Ultimo tango a Parigi (Bertolucci 1972) despertó la indignación de muchas personas. La prensa interpretó, inicialmente, que la escena de violación de Paul (Marlon Brando) sobre Jeanne (Maria Schneider) no había sido consensuada por ella y esto incitó la ira de muchas personas. Bertolucci luego aclaró que Schneider sí estaba al tanto de la escena y consensuó la violación fictica, puesto que ella había leído y aceptado el guion: lo que ella no sabía era que Brando utilizaría mantequilla como lubricante.

El carácter consensuado de la violación ficticia tiene consecuencias importantes en el mundo real porque, de no haber consenso, existe una vulneración o atropello que amerita ser compensado (para la víctima) y castigado (en el agresor). Y así debe ocurrir en el ámbito de cualquier derecho que sea vulnerado por otra persona: nadie debería obstruir el ejercicio de nuestros derechos sin nuestro consentimiento ni abusar de nuestro cuerpo o nuestra propiedad sin consenso. Al menos así debería ser.

En la práctica, casi ninguna de las personas que se indignó por la potencial ausencia de consenso en la escena de Utimo tango a Parigi se da cuenta, siquiera, del atropello que tiene lugar cada vez que participa en una ceremonia de compra-venta con IVA o cada vez que hace su declaración de renta frente al Servicio de Impuestos Internos. La situación no difiere en lo esencial: una persona es vulnerada por medio de un proceso que podría haber sido consensuado, pero en los hechos no lo es.

¿Dónde están las muchedumbres con antorchas cuando uno las necesita? ¿Acaso la violación de una mujer es más violenta que el robo ejecutado contra cualquier persona? Estructuralmente — considerando el sintagma jurídico — son idénticos. La reacción del público, no obstante, cambia bastante en uno y otro caso.

Como sabemos, la mejor forma de repeler una agresión es la legítima defensa y esta, por supuesto, es válida ante cualquier tipo de atropello sobre nuestros derechos. El repudio generalizado contra los atropellos no es algo que podamos exigirles a las personas, puesto que nadie tiene la obligación de defender a uno que está siendo vulnerado: tratar de obligar a las personas a defender a otras constituiría un atropello contra sus derechos.

Pero no deja de llamar la atención la visceralidad de la reacción cuando el atropello consiste en una agresión sexual contra una mujer o cuando el atropello consiste en la confiscación involuntaria de la propiedad privada. Obviamente, quienes reaccionan así no lo hacen en virtud de que consideren a la mujer más débil o de que hayan hecho una ponderación razonada de los derechos vulnerados: ellos lo hacen porque estiman que la vulneración de los genitales es mucho más importante que la vulneración de cualquier otra parte del cuerpo, más importante que la vida y más importante que la propiedad. Este tipo de emotividad desbocada no le ayuda a la lucha por los derechos humanos, puesto que establece una jerarquía para estos. ¿Y cómo va a existir una jerarquía de los derechos?

Funcionalmente, los derechos se definen como tales porque son el miembro determinado (t) de un sintagma jurídico cuyo miembro determinante (t’) es una vulneración. Esto quiere decir que resulta posible (y metodológicamente necesario) conmutar un derecho por cualquier otro cuando estudiamos su relación con un atropello o vulneración. No hay jerarquía aquí, sino equivalencia al punto de la intercambiabilidad. El ejercicio para reconocer esta realidad es más racional que pasional, pero imagino que muchos no lo entenderán mientras no sientan en sus corazones esta igualdad funcional de los derechos: que violar a una mujer es lo mismo que robarle a una anciana o que sustraer una parte del salario de una persona o que apropiarse una fracción de un intercambio comercial.

Es un hecho, por cierto, que la vulneración efectiva de un derecho muchas veces nos hace darnos cuenta de que ese derecho existe. Resulta habitual, me parece, que no notemos la presencia de un derecho mientras nadie lo atropelle, puesto que, al ejercerlo con total naturalidad todos los días, ni siquiera notamos que está ahí. Y esto dificulta, en cierta medida, el «evangelio» por la defensa de todos los derechos ante toda circunstancia y para todas las personas; porque la mayoría no ha experimentado una vulneración patente o, si la ha experimentado, ha sido en un ámbito específico y no en otro, etcétera. Pero necesitamos despertar las conciencias para que todos defendamos nuestros derechos de forma absoluta: tanto aquellos que nos han vulnerado cuanto aquellos que no; tanto contra la violación cuanto contra la tributación, porque estas no son más que dos formas intercambiables de atropello contra la persona y su dignidad.

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