Superpoderes políticos

Originalmente publicado en Centro de Estudios del Liberalismo.

El año 561 aC, Pisístrato de Atenas fingió haber sido víctima de un violento ataque contra su persona. Como consecuencia, la polis lo dotó con una «guardia armada personal» de cincuenta hombres. Provisto de esta guardia, Pisístrato tomó el poder de la ciudad y se convirtió en rey (týrannos). De una forma más dramática, en el siglo 11mo aC, el pueblo de Israel clamó por la sumisión a un rey a pesar de las sentidas advertencias de Dios (1 Sam 8) con respecto a los abusos en los que incurriría un monarca. Samuel, el último de los jueces de Israel, ungió a Saúl como el primero de sus reyes. Mucho después, a fines del siglo 1ro aC, los romanos entronizarán a Octavio por encima del Senado y las múltiples instituciones republicanas a causa de su actuación excepcional en las guerras contra Antonio y en Oriente. Como estos, tenemos muchos ejemplos de personas accediendo a un poder extraordinario sobre la población de un territorio.




En los tres casos citados, una especie de inmediatez o urgencia de la coyuntura ha impulsado las decisiones de otorgar un poder extraordinario a una persona: Pisístrato había sido atacado y necesitaba protección, los israelitas estaban descontentos con los hijos de Samuel como jueces y necesitaban un reemplazo, los romanos sentían que el sistema político de la República se derrumbaba y necesitaban un salvador. Estas necesidades urgentes, una vez satisfechas, dieron origen a consecuencias imprevistas o, incluso siendo conocidas, indeseadas. Pisístrato utilizó la guardia para tomar el control de Atenas, los israelitas tuvieron que someterse a sucesivos gobernantes y tolerar abusos y ver su territorio dividido, los romanos tuvieron que lidiar con Nerón y Diocleciano como emperadores. En cada caso, pues, la urgencia justificó la entrega de un poder extraordinario y este poder se volvió en contra de quienes lo ofrecieron.

Hay una suerte de ceguera en quienes claman por la imposición de un gobernante y justifican dotarlo de poderes que ningún hombre tiene: Jorge Gómez se refiere a esta ceguera en una reciente clase dictada en la Fundación por el Progreso, en la que recuerda la contradicción de quienes consideran que el gobierno es necesario porque el hombre es sustancialmente perverso. Entonces se llega de inmediato a la conclusión de que, si el hombre es malo, no tiene sentido que alguno de ellos gobierne a los demás. La necesidad de detener el mal, pues, incita la dotación de poderes extraordinarios que terminan volviéndose contra quien los ha entregado.

Parece claro, pues, que el desequilibrio de poder tiende a ser propiciado por las masas, aprovechado por los individuos que reciben este poder y recibido de vuelta por las masas en la forma de abusos cometidos por el gobernante. La advertencia que hace Dios en 1 Sam 8 es elocuente, pero aún así es ignorada por una masa ansiosa de tener un rey al cual admirar y seguir y obedecer. Samuel se enfada, pero Dios le dice que no lo están rechazando a él, sino a sí mismo (a Dios), así que no debería disgustarse. La advertencia de Dios resulta clara en el sentido de que, no importando quién se siente en el trono, cualquiera con ese poder podrá abusar de la población.

En nuestros tiempos, hay quienes se horrorizan de que Donald Trump limite temporalmente el acceso de algunas personas a los EEUU, como hiciera su antecesor Barack Obama sin tanto escándalo de por medio. Y a ellos hay que recordarles sensatamente: este es un efecto de que el presidente de los EEUU haya sido dotado con tanto poder. No puedes ser tan ingenuo como para pretender que un poder enorme sea utilizado solamente en favor de lo que tú consideras correcto: será utilizado en cualquier cosa que el magistrado dotado de este poder considere correcto.

Observo la misma situación en Chile cuando personas de izquierda afirman que debe evitarse la llegada de la derecha al poder. Ellas consideran que los poderes del gobierno deben ser ilimitados y que sus adversarios no deben acceder nunca al gobierno para evitar que usen esos poderes. Pero ni la democracia funciona así ni el gobierno se abstendrá de cometer atropellos porque es de izquierda: la evidencia apunta hacia todo lo contrario, de hecho. Así que seguimos atrapados en 1 Sam 8 con una masa que clama por entregar facultades extraordinarias a unos pocos y que lamentará luego las consecuencias nefastas de este sinsentido.

Por una parte, ningún hombre debería ser dotado con facultades extraordinarias sobre sus congéneres. Por otra, resulta inevitable que algunos hombres tengan más poder que otros. Lo inevitable, sabemos, no se detiene con regulaciones estatales: de hecho, este tipo de intervenciones crean problemas inexistentes hasta antes de que se hicieran efectivas y no eliminan aquellos que se presumía debían controlar. Entonces, podemos aceptar que unos tienen más poder que otros a causa de nuestras propias interacciones voluntarias o arruinarnos a nosotros mismos y entregarle un poder excesivo a una institución estatal para satisfacer nuestra envidia: pero sabemos que esta acción no equilibrará el desequilibrio de poderes y, además, contraerá abusos desconocidos anteriormente. La insensatez suele ganar esta batalla y resulta verosímil que lo siga haciendo. Afortunadamente, nunca han faltado quienes se hacen eco del mensaje divino en 1 Sam 8 y denuncian la estulticia cada vez que la encuentran.

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