El gusto de ser oprimido

Originalmente publicado en Letras Libertarias.

Cuando los colectivos por la diversidad sexual exigen que los Estados legalicen el matrimonio entre personas del mismo sexo, caen en una flagrante contradicción con su misión de defender los derechos de los individuos a los cuales dicen representar. Defender los derechos de una persona es incompatible con pedirle al Estado que controle cualquier aspecto de la vida de esta persona. Hay quienes sostienen que el Estado tiene el deber de garantizar los derechos de las personas, pero quienes afirman esto a menudo reconocen que solamente el Estado tiene la facultad para vulnerar estos mismos derechos: ¿acaso no resulta lógico que debemos impedir la intromisión del Estado en las interacciones humanas para evitar la vulneración de los DDHH entonces? Yo creo, por lo demás, que un individuo es perfectamente capaz de defender sus DDHH: especialmente si está armado.


Hay una diferencia fundamental entre la legalización de una conducta y su desregulación: la legalización tiene como consecuencia ineludible que el Estado toma el control del comportamiento normado y adquiere el poder para imponerlo, prohibirlo o permitirlo. Con una legalización, por lo tanto, las personas pierden el control sobre la conducta descrita en la norma y deben ajustarse a los criterios del Estado para ejecutarla: no la pueden llevar a cabo de acuerdo con sus propias convicciones. En el caso de la desregulación, en cambio, las personas no necesitan pedir la autorización de nadie ni cumplir con requisitos ajenos para hacer lo que estiman mejor. En el caso del matrimonio, su legalización ha significado que todas las personas firman prácticamente un solo tipo de contrato en lugar de poder redactar el suyo propio. Y todas ellas tienen que cumplir con las condiciones impuestas por el Estado y quedan atadas a las consecuencias que él mismo ha dispuesto para quienes firman el contrato único que ha preparado para las múltiples y diferentes parejas que quieran casarse.

¿No parece insensato que los colectivos por la diversidad quieran sumar a quienes representan a esta dictadura de los contratos conyugales? ¿Acaso no sería más apropiado luchar por la liberación de todas las personas para que se casen con quienes quieran y bajo las condiciones que ellos mismos dispongan?

La esperanza y el anhelo que algunos expresan en la persecución de este fin (que el matrimonio homosexual sea legalizado) resultan extraños desde esta perspectiva. ¿Por qué alguien desearía con tanta vehemencia que su decisión de casarse esté en manos de otra persona, más aún cuando se trata de un oscuro funcionario público? Por cierto, no podemos impedirle a nadie que ponga esta decisión en las manos de otro si lo considera pertinente, pero esta preferencia personal no debería traducirse en una imposición sobre todas las demás personas. En los hechos, la legislación significa que una preferencia personal extravagante, esto es, que la decisión y las condiciones del matrimonio sean definidos por personas que no formarán parte de él, se convierta en una norma obligatoria para todas las personas. ¿Acaso esto no suena como una locura?

Algunos creen que la igualdad debe buscarse a cualquier costo y que, si esto significa conseguir la opresión de todas las personas, esta opresión resulta justificable (incluso obligatoria). Pero yo no me convenzo con imitaciones baratas: exijo el producto original o ninguna cosa. Aspiro, por ende, a la libertad universal para decidir con quién (o quiénes) nos casamos y bajo qué condiciones: aceptar algo menos que esto es respaldar la opresión y la tiranía. De manera que la creación de nueva legislación no es un avance, sino un retroceso: implica tener más personas sometidas al arbitrio de los funcionarios estatales y menos personas facultadas para dirigir sus vidas como estimen conveniente. Por lo demás, si uno desconfía tanto de las personas como para confiarles este tipo de decisión, debería recordar que el Estado también es manejado por personas de carne y hueso (y no somos todos).

Así que los colectivos de la diversidad deberían superar el Síndrome de Estocolmo y liberarse del miedo a abandonar a la izquierda que los ha acogido con la promesa mesiánica de otorgarles derechos iguales a las demás personas, porque estas promesas no son más que una garantía para convertirlos en vasallos del Estado. La verdadera libertad no está en delegarle al Estado la facultad para tomar decisiones acerca de nuestras vidas, sino en asumir nosotros mismos esta responsabilidad. Mientras los colectivos de la diversidad insistan en hacer lo contrario, estarán traicionando sus propios principios, porque esta lucha los está conduciendo a la opresión y no a la liberación de quienes representan.

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