Legitimidad de la Violencia

A propósito de la columna «Conservador: ¿En qué mundo vives?» escrita por Tere Marinovic, Olguín dice que la violencia verbal de los menos letrados está justificada por otra violencia anterior de los más letrados, quienes impondrían reglas desconocidas y difíciles de comprender para los primeros. Sin embargo, podría decirse que ocurre lo mismo en el sentido contrario: uno no letrado puede distinguir entre «vivos» y «giles» en referencia a un sistema valórico propio de su grupo y, supuestamente, extraño y poco accesible para el letrado. Pero él no interpreta esto como violencia. Un razonamiento lógico nos indica que ninguna de esas posturas resulta violenta antes de que alguien pronuncie una palabra, si bien la segunda es despectiva respecto de personas que no han sido juzgadas apropiadamente.

Posturas similares a la anterior justifican la violencia de los encapuchados y de la CAM, alegando como razones para su ejercicio el imperio de un sistema político injusto y de un sistema económico inhumano o las notables diferencias socioeconómicas entre unas y otras personas. Si bien estas posturas se alimentan, en el fondo, con la rabia de algunos por la bonanza económica de otros y la mejor herramienta para combatir tal argumentación —en los hechos— es fomentar la libertad del mercado para que haya cada vez más poder adquisitivo entre las personas y menos individuos dispuestos a creer en tales ideas, aún queda pendiente la tarea de contener en el presente esas argumentaciones y las agresiones que las acompañan.

Me he imaginado, de repente, que esas personas piensan que las riquezas totales circulando en un país no pueden crecer y que, por tal razón, resulta imposible la movilidad social, tachando de antemano las evidencias en contra como muestras no representativas o derechamente falsas. No consideran, por supuesto, la movilidad constante de las personas hacia el interior y el exterior del país, lo cual, evidentemente, también implica el movimiento de algo de dinero. Pero el aspecto más fundamental de su error estriba en que las riquezas contables al interior de un territorio determinado sí varían y pueden aumentar de tal manera que dejen a todas las personas muy por encima de la línea de pobreza. La experiencia nos ha mostrado que la libertad mercantil es una condición fundamental para conseguir esa meta.

No obstante, el verdadero fundamento para defender la libertad en el mercado (y cualquier otro ámbito) no es que vayamos a conseguir el bienestar general o a evitar el Apocalipsis. La libertad está reconocida como uno de los derechos fundamentales de las personas y es por esta razón que debemos respetarla inclaudicablemente: tenemos que ser capaces de agradecer los efectos positivos a la vez que de lidiar con los negativos sin mermar este ni ningún otro de los derechos fundamentales de las personas: vida, integridad, libertad e igualdad.

Hay enemigos de las libertades que descalifican la concepción de la libertad como un derecho y, paradójicamente, proponen una serie de restricciones en función, según ellos, de asegurar la libertad. Por lo que he apreciado, tienden a considerar que la libertad solo puede ser ejercida por el individuo en aislamiento de los demás y no por un conjunto de ellos. Pero también recuerdo datos que desacreditan esta impresión. ¿Cuál es, entonces, el criterio de ellos para definir cuándo un hombre actúa libremente y cuándo no? Sé perfectamente que ellos no estimarían que actué libremente la última vez que le solicité dinero al banco a causa de que me vi apremiado económicamente. Según su criterio, yo estaba impedido de actuar con libertad a causa de mis necesidades inmediatas. Este razonamiento, sin embargo, me resulta sumamente extraño. ¿Quién, sino yo mismo, tomó la decisión de adquirir esta deuda? ¿Acaso no tenía también la opción de no pedir un préstamo y asumir las consecuencias que me contrajere esta decisión? Yo soy un hombre responsable de mis actos y mis palabras, como cualquier otro; por ende, sé que estoy sujeto a consecuencias específicas si hago un compromiso o si llevo a cabo una acción concreta. No estoy seguro de cuál es la postura de mis contradictores al respecto. Tal vez consideran que uno no siempre es responsable de lo que hace: esto, al menos, es concordante con su escepticismo acerca de la libertad individual y con su ánimo para limitarla.

Yo, por mi parte, creo que nadie mejor que uno mismo sabe lo que le conviene (y por esto me opongo a la cotización obligatoria) y es el mejor administrador posible de sus propios asuntos y recursos. Por eso me opongo al control de la vida privada, tanto si significa tomar parte de nuestro salario u honorarios como si implica obligarnos a asistir a la Enseñanza Básica y Media (si bien a esa edad uno no tiene la facultad para decidir sobre este aspecto) o al Regimiento.

La cosa es que no entiendo esa violencia. No entiendo que, si me declaro públicamente a favor de la libertad individual, alguno sienta el derecho —y hasta el deber— de insultarme en lo personal en lugar de esforzarse por rebatir mi argumento. Yo recibo esto como una agresión gratuita e injustificada y ciertamente dolorosa. Y aun cuando el amigo diga «no pesquís», esto resulta del todo insuficiente para superar la situación. Y aquí encuentro otra contradicción en quien justifica tales ofensas: él defiende que yo sea agredido, pero me tilda de hipersensible si me ofendo. En otras palabras, justifica que mi agresor esté respondiendo a una violencia previa que lo hiere, pero censura mi propia capacidad de sentirme zaherido a causa de los vituperios. Se trata, al parecer, de un partidismo y una lógica que pretende imponerse incluso a costa de sus contradicciones internas y no de un juicio imparcial y equilibrado.

Tampoco entiendo, por cierto, que un grupo de alumnos del Departamento de Historia y Geografía de la UMCE decida ocupar —como ocurrió en julio del 2007— el edificio donde funciona esa unidad académica junto con el Departamento de Francés y el Centro de Estudios Clásicos en contra de la voluntad de los alumnos y profesores de estas dos unidades académicas. Es cierto que los alumnos de Historia y Geografía votaron en asamblea —ignoro si haya sido en verdad representativa— y aprobaron la decisión de incurrir en los delitos de desorden público y de usurpación no violenta, además de atentar contra el derecho consagrado por el artículo 7mo del DFL 1/1980 MINEDUC (aplicando la aberración democrática de que las mayorías puedan aprobar atropellos contra los derechos de las minorías); pero esto no quiere decir que estuvieran facultados para pasar por encima de las voluntades y los derechos de los alumnos y profesores del Departamento de Francés y del Centro de Estudios Clásicos. Y menos aún entiendo que, verificados los hechos en un sumario interno, la fiscal recomendara sobreseer la causa y el Contralor Interno decidiera aprobar y ejecutoriar esta recomendación, sobre todo considerando que eran funcionarios públicos y estaban obligados a denunciar los delitos, lo cual no hicieron entonces ni han hecho hasta ahora, incurriendo así ellos mismos en comportamiento delictual.

Preferiría conllevar siempre las diferencias por intermedio del diálogo, pero todavía hay muchos que creen en la legitimidad de la violencia.

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