Hacia un mundo sin fronteras

Publicado originalmente en Ciudad Liberal.

Imagen: Zeldapedia

En el ensayo «El mundo sin fronteras: dialéctica ficticia de viaje y excentricidad», identifico algunos rasgos recurrentes de los productos culturales que recrean el «mundo sin fronteras». Los rasgos esenciales del mundo sin fronteras son el viaje como eje central de la aventura y la excentricidad como característica general que conecta y distingue los escenarios de la ficción. Como digo hacia el final de ese ensayo, «Esta excentricidad se manifiesta en diversas formas: la valoración del grupo de pares como forma superior de organizarse, la presencia de un primus inter pares, la resolución de conflictos en el ámbito privado en lugar del público, los gobiernos preferentemente monárquicos y anarquistas, las enemistades irreconciliables, la magia como algo cotidiano, el arcaísmo y futurismo tecnológico, las competencias (habilidades) excepcionales, la figura heroica central, el uso de ítems con efectos permanentes o momentáneos, la ocasional presencia de lo sagrado, el villano único esperando al final de la aventura, la moneda universal, los juegos distractivos de la aventura principal, los tesoros escondidos, algunos aspectos geográficos relevantes y la capacidad lingüística extendida hacia varias especies». En esta columna, quiero concentrarme en dos aspectos de los mencionados aquí: 1) la resolución de conflictos en el ámbito privado en lugar del público y 2) los gobiernos preferentemente monárquicos y anarquistas.

Con respecto a la resolución de conflictos en el ámbito privado en lugar del público, expreso que «hay una tendencia a zanjar las diferencias entre los mismos implicados por encima de llevar los casos ante autoridades judiciales (como un rey o un senado). En El dragón negro, el mago Zed fue desterrado por el Consejo de los Nueve a causa de que llevó a cabo hechizos prohibidos; pero en la misma obra encontramos a una cóalt (una serpiente emplumada capaz de comunicarse telepáticamente) defendiendo por sí misma un territorio que reclama propio, a Zed amenazando a un posadero para que no hospede a Morgan e Hinoki y al propio dragón negro (Shen) secuestrando a Zed, lo cual es justo (o injusto en el caso del segundo ejemplo), pero no ha sido ratificado por ningún poder reconocido públicamente como el Gran Dragón o el Consejo de los Nueve y esto muestra su limitado campo de acción o reconocimiento. En The legend of Zelda, Link recorre el reino de Hyrule para adquirir experiencia y reunir los ocho fragmentos de la Trifuerza: en su camino debe combatir a múltiples enemigos y esto nos hace dudar acerca de si estamos verdaderamente en el reino de la princesa Zelda o en los dominios del malvado Ganon; aún así, los contendientes de Link no invocan a ningún poder superior para que los proteja o les otorgue reparaciones en virtud de los daños recibidos: todo queda entre las partes involucradas y no va más allá. La misma situación se repite en Dragon Quest VIII, donde a nadie —a ningún monstruo, al menos— parece importarle que haya reyes y normas de civilización: el límite del poder real y de la vida civilizada termina en las puertas de los castillos y las aldeas».

Con respecto a los gobiernos preferentemente monárquicos o anarquistas, reflexiono: «¿Qué puede relacionar a estos dos tipos de gobierno y ponerlos como los mejores que haya en el mundo sin fronteras? En primer lugar, el carácter romántico de ambos: la monarquía apunta hacia un pasado añorado con nostalgia (hacia la Edad Media, concretamente) y la anarquía señala hacia un ideal de autodeterminación y poder personal por encima del social. En segundo lugar, ambos sistemas permiten el desarrollo individual de los personajes, puesto que no deben ocuparse del gobierno de su nación (bien porque esa responsabilidad recae en una corona que no les corresponde portar, bien porque nadie lo hace) y, de esta manera, su única tarea consiste en velar por el bienestar propio y del grupo del cual forman parte. Así, nos encontramos en El dragón negro con un orco, una cóalt, un posadero y hasta el propio dragón negro (Shen) como ejemplos de seres inteligentes que no reconocen más autoridad que la propia —salvo, tal vez, por el posadero, quien se encuentra bajo la amenaza de Zed— y llevan una vida anárquica; por otra parte, en el mismo libro encontramos ejemplos de gobierno monárquico en el Consejo de los Nueve, que juzga en el castillo, y en el Gran Dragón, que juzga en el Refugio del Dragón; pero en ambos casos hallamos oposiciones a su poder o puntos que escapan fuera de él: ni Zed ni Shen obedecen —voluntariamente al menos— a los respectivos capitanes de sus especies. En Misión Alfa Centauro, encontramos un gobierno monárquico o unipersonal fundado sobre la tradición y asumido por la mayoría, aunque cuestionado por algunos que, curiosamente, no aspiran a una “democracia”, sino que pretenden desconocer todo tipo de poder y afirman gobernarse a sí mismos. En Dragon Quest VIII, nos encontramos con una serie de monarquías reducidas al espacio de sus respectivos castillos o aldeas (incluso en la abadía), mientras que impera una anarquía generalizada sobre todos los espacios rústicos. Por otra parte, en The legend of Zelda, la monarquía es evocada por el título nobiliario de la princesa Zelda y por los castillos, pero el orden de hecho para todo Hyrule —exceptuando, tal vez, las cuevas de los vendedores, apostadores, etcétera— es el de una anarquía. En El señor de los anillos, nos encontramos con el más variopinto de los panoramas: en él conviven monarquías benignas, monarquías malignas, anarquía e incluso democracia; las monarquías benignas son representadas por los antiguos reinos élficos y humanos (Rivendel, Gondor, Rohan), las monarquías malignas son representadas por semidioses —Maiar— al mando de criaturas aborrecibles —los orcos— (Sauron y Saruman), la anarquía tiene como máximo expositor a Tom Bombadil y la democracia se hace presente de mano de los ents, quienes celebran una asamblea antes de resolver la guerra contra el monárquico y maligno Saruman».

Estos factores del mundo sin fronteras, la resolución privada de los conflictos y el desentendimiento de la participación en un gobierno, pueden no representar fielmente las aspiraciones de todos los jugadores en su vida personal, pero demarcan con claridad dos condiciones propias de la constitución del héroe: 1) el héroe resuelve personalmente sus conflictos y no acude al socorro (tal vez sí a la colaboración) ajeno para protegerse y 2) el héroe no vive su aventura ni adquiere su heroicidad en un contexto gubernamental, sino en un contexto desprovisto de gobierno. La constitución del héroe no es posible sin una concentración y reconocimiento especial del individuo y de sus virtudes particulares. No es posible un héroe que no actúe de forma individual, libre y verdadera.

La figura central del mundo sin fronteras es el héroe. Y es inevitable que nosotros encarnemos al héroe cuando nos involucramos en una ficción, especialmente si se trata de un librojuego o de un videojuego. No todos estamos llamados a ser héroes: la capacidad existe en cada uno, pero no así la voluntad. El que siente el llamado, no obstante, se enfrentará con obstáculos interpuestos en favor de quienes no sienten este llamado: policías y tribunales que pretenden intervenir en los conflictos privados, además de gobiernos que intentan normar nuestra libertad en todos sus sentidos posibles. El héroe es descollante por antonomasia y esto parece no encajar con la cuidadosa planificación de los ingenieros sociales, quienes pretenden igualar las condiciones de las personas. Que uno sea capaz de hacer grandes cosas no hará que los demás sean menos capaces de intentarlo, pero sí hará que los otros se vean más pequeños en comparación con la actuación excepcional del héroe: esto es lo que quieren evitar los ingenieros sociales. Es cierto que esta actitud no colabora en nada con el desarrollo de la humanidad ni con la construcción de la cultura; pero a los ingenieros sociales esto les importa poco y nada: estos fenómenos son más una amenaza que una ayuda para la uniformalización y estandarización de las personas.

La experiencia otorgada por el mundo sin fronteras, no obstante, actúa como una pulsión espiritual que impulsa al individuo hacia la condición heroica. El héroe logra grandes hazañas gracias a que actúa al borde de la voluntad ajena (legislación) y sus hazañas lo hacen admirable. Quien ha ocupado el lugar de un héroe a través de la ficción sabe lo que esto significa y es capaz de llevarlo a su vida cotidiana. No es posible afirmar que tal experiencia garantice el tránsito de la voluntad heroica hacia la vida cotidiana del sujeto, pero sí lo hace más verosímil. Y este tránsito solo es posible en ausencia de la intervención estatal. Como dice Jean Masoliver en su columna del viernes, los valores individuales (él se refiere solo a la empatía) «se constituye[n] por sinergia, en el seno de la sociedad civil, desde las virtudes cívicas de sus ciudadanos». La expansión del Estado, pues, nos garantiza la menor posibilidad de que haya hombres sobresalientes y admirables. El mundo sin fronteras, en cambio, nos augura un engrandecimiento del espíritu humano en la actuación excepcional de algunos individuos «más allá de lo visible y de lo sensible realmente».

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