Virtudes obligatorias

Originalmente publicado en Ciudad Liberal.

Imagen: Fine Art America

Una de las frases compartidas en páginas de Facebook como Capitalism y Statism is Slavery es que hay ideas tan buenas que deben ser impuestas por la fuerza. Esta es una forma irónica de decir que quienes defienden tales ideas no guardan respeto por la libertad de conciencia y pretenden violentar los mismos derechos que dicen defender en virtud de la imposición de su idea. Como me decía yo mismo en mis reflexiones adolescentes hace ya diez años, «cuando se defiende apasionadamente una idea, no se defiende lo que dice la idea, sino la sobrevivencia de la idea, aunque pueda ser contradicha». Hay, de hecho, moralistas extremos que nos pretenden imponer sus opiniones por la fuerza a causa de que ellos las consideran verdaderas e irrebatibles. Así actúan quienes se oponen a la eutanasia, por una parte, y quienes defienden las ayudas sociales, por otra. Un ejemplo de alguien que defienda ambas posturas al mismo tiempo es un demócrata-cristiano, como Sebastián Piñera: alguien que reúne en sí lo peor del espectro político dominante en el escenario nacional contemporáneo.

Oponerse a la eutanasia es como defender las ayudas sociales. Quienes hacen estas cosas pretenden que los demás nos ciñamos a su consideración de lo que es mejor y asumamos mansamente su superioridad moral, permitiéndoles que ellos decidan en nuestro lugar si podemos morir cuando queramos o no y si podemos disponer libremente de nuestro dinero o no. Ambas posiciones desconocen que el hombre es dueño de su cuerpo y de lo que produce con él. Creo haber dicho antes que, si no podemos hacer lo que queramos con nuestro cuerpo y con lo que producimos o adquirimos, no vale la pena hacer ninguna cosa, ni siquiera vivir. Porque, de hecho, la vida no tiene sentido alguno y debemos al menos poder disfrutar de nosotros mismos mientras estamos aquí.

La ironía tiene varios niveles en ambos casos. En el caso de la eutanasia, los moralistas reclaman el carácter sacro de la vida humana. La vida humana, a diferencia de la vida animal, es vivida de forma enteramente individual y distinta por cada individuo, pues nosotros tenemos eso que llamamos un «quién» y no un mero «qué» para definirnos individualmente (vid. Arendt 1958). La vida humana no puede ser de mayor interés para un otro que para el individuo mismo. Y, como no puede ser de mayor interés para otro que para uno, resulta insensato que el otro pueda decidir sobre lo que le interesa y compete mayormente a uno. La vida puede ser sagrada, pero el ius uitae necisque ya no está en manos del pater familias como en al antigua Roma: ni en las de él ni en las de nadie que no sea el propio individuo viviente y existente.

En el caso de las ayudas sociales, se propone que el gobierno cobre impuestos para ayudar a los sectores (no necesariamente a las personas) más desposeídos de la sociedad. Y de inmediato adviene el primer problema: las personas que se supone recibirán esta ayuda tienen que financiar de su bolsillo el impuesto cobrado por el gobierno. Luego viene el obstáculo burocrático: la capacidad de gestionar, medir, repartir y rastrear la ayuda entregada requiere enormes equipos de trabajo, muchas oficinas y extensa publicidad. Esto significa que un porcentaje importante de lo recaudado con el impuesto pagado por quienes han de recibir la ayuda se utiliza en financiar el aparato burocrático que entregará el beneficio. Por último, quienes postulan a y obtienen el beneficio son personas que no necesariamente encajan con el perfil del beneficiado hipotético o clientes de los políticos ligados a la administración del beneficio. De modo que todo este esfuerzo por obligarnos a ser solidarios deviene en un enorme fraude que perjudica a quien se supone que ayudaría y reparte dinero robado entre funcionarios públicos y sus contactos.

Ambas opiniones son absurdamente moralistas y absurdamente dictatoriales. Presumen que no somos capaces de ser buenos sin la coerción estatal y, peor aún, proponen que el mal comportamiento del aparato estatal (el cobro de impuestos) está justificado por el fin de tener hombres más buenos. Me recuerda lo que Platón expone en la República cuando dice que, en efecto, es malo mentir, pero es admisible que el gobierno mienta para proteger a los ciudadanos de la polis. Como he leído en las páginas de Facebook que mencioné al principio, cuando un ciudadano le miente al gobierno (en una declaración de impuestos por ejemplo), arriesga una pena de cárcel; cuando el gobierno les miente a los ciudadanos, no ocurre absolutamente nada. Si algo ocurre, esto es que el vocero de gobierno justifica ante la prensa las mentiras esparcidas por el gobierno. ¿No es, acaso, un absurdo proponer que, si nosotros no somos capaces de gobernarnos a nosotros mismos individualmente, un reducido grupo de funcionarios y autoridades públicas sean capaces de gobernar a millones de personas? Pues esto es precisamente lo que proponen los moralistas anti-eutanasia y pro-redistribución: que el individuo es incapaz de tomar las mejores decisiones sobre su vida por sí mismo, pero que los miembros del gobierno son capaces de tomar estas decisiones por millones de personas (a las que ni siquiera conocen).

Yo sostengo, al contrario de los Conservadores Moralistas Teocráticos, que no es posible construir las virtudes sobre la base de la coerción, sino que la virtud es siempre y necesariamente voluntaria. Incluso si un hombre hace algo que es bueno, no podemos decir que actuó bien ni de manera virtuosa si no lo hizo voluntariamente: de la misma manera que no se le aplica la condena por homicidio a alguien que mató accidentalmente a una persona. Las intenciones de ellos, por lo tanto, están concebidas erradamente y, cuando son aplicadas, resultan en una calamidad para quienes deben asumirlas. Sus concepciones mismas se estrellan entre sí cuando, a un mismo tiempo, pretenden defender los derechos y la dignidad de las personas, pero justifican el atropello de estos derechos y esa dignidad con tal de que sus ideas sean aplicadas.

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