Originalmente publicado en El Quinto Poder.
Con respecto a una no tan reciente columna de Andrés Gómez
sobre «Neruda y las mujeres que abandonó» (La
Tercera 07-04-2010: 44), una amiga opina que «una cosa es admirar a Neruda
y otra cosa a Neftalí. Al Neruda “UP”, al Neruda brillante, la derecha siempre
lo quiere destruir con el individuo Neftalí. A muchos nos cae mal por muchas
cosas; pero, en el verso y en la develación de Latinoamérica, era un maestro.
¿Qué hacer? Odiarlo y admirarlo: no queda otra». De manera que una sola persona
se vuelve doble. Así como con ese personaje que era actor y luego se volvió
sofista, «quienes observan tu cambio creen, como en la tragedia, ver a un
tiempo dos soles y dos Tebas [Eurípides Bacantes
918]. “¿Y este es aquel?”, se dicen en seguida» (Luciano Pseudologista §19). Pero Neruda no se distingue tanto de Neftalí
cuando leemos, de su pluma, que «Stalin es el mediodía, / la madurez del hombre
y de los pueblos» (Oda a Stalin).
Incluso el legendario Domingo Espejo, antiguo profesor de castellano en el
Liceo Manuel Barros Borgoño, advierte acerca de estas líneas panfletarias (Urbatorium 10-01-2008).
Habiendo leído la opinión de mi amiga, inmediatamente me
pregunté cuál sería su reacción si yo dijera que hay que distinguir entre el
Pinochet Capitán General y el Pinochet coleccionista de libros o si dijera que
hay que distinguir entre el Hitler Führer y el Hitler amante de los animales.
No estoy cayendo en la falacia ad Hitlerem
(que no Hitlerum), sino que aplicando
el método de conmutación. Porque, si se puede hacer con Neruda, se ha de poder
con cualquier individuo. Y no resulta difícil imaginar que tanto ella cuanto
cualquier admirador del comunismo se sentiría ofendido por la sola posibilidad
de que alguien vea un lado positivo en Pinochet. Explicarían que «no es lo
mismo» y añadirían que «no se puede comparar» y acentuarían lo descabellado que
resulta hacer todo esto. ¿Pero cómo vamos a negar que todas las personas pueden
tener aspectos diversos en su configuración humana?
Como lo establece Michael Shermer (Scientific American Ene-2017), mostrar a una persona un hecho que
contradice sus creencias tendrá el efecto de que esta persona se aferre con
mayor ahínco a esas creencias y rechace el hecho que le mostramos. Así que este
sería un ejercicio inútil o, incluso, riesgoso. Por esto mismo, me parece, no
le comenté nada a mi amiga cuando hube leído su opinión, pero sí pensé en mi
interior acerca de lo que escribo aquí. Parece inevitable que defendamos a
quien admiramos incluso cuando este queda expuesto inexcusablemente ante una
acusación verdadera e irrefutable. Más aún, ignoraremos nosotros mismos las
señales si nadie nos declara la acusación verbalmente, pero nosotros las
presenciamos como testigos directos. Lo digo porque me ha ocurrido y el proceso
de aceptar esta realidad es doloroso, aunque —asumo— benéfico en el largo
plazo: como una cirugía correctiva o algo así.
De todas maneras, me parece que la opinión personal acerca
de otros no debería afectar las convicciones políticas. Sé que, en el mundo
real, esto no es así y las personas persiguen más afinidades que convicciones
morales a la hora de votar y de opinar. No obstante, me parece innegable que
resultaría mejor si ellas pusieran sus ideas por delante de sus preferencias
emocionales a la hora de votar (o de no hacerlo) y de opinar: sería más honesto
en un sentido político.
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