Intervención estatal y norma lingüística

Originalmente publicado en El Muro.

Rolf Lüders explicó el pasado 22 de diciembre, en la Facultad de Derecho, que la demanda de dinero era equilibrada de manera óptima por los bancos durante el periodo de banca libre en Chile (1860-1878) y que la pretensión estatal de regular este proceso nunca ha podido equiparar los excelentes resultados del sistema de banca libre. Cuando le comenté que hago clases particulares de latín y griego antiguo, me dijo que quizá me había parecido «chino» lo relativo a la charla, puesto que se trataba de economía. El sentido común nos señala —y yo mismo lo sentí así en ese momento— que el estudio de las lenguas y de la economía están separados por una enorme distancia conceptual. Lo cierto, no obstante, es que se encuentran bastante cerca. El error proviene de la asunción de que el estudio de las lenguas se encuentra en el campo de las humanidades mientras que la economía se encuentra entre las ciencias sociales, pero en realidad ambas disciplinas pertenecen a este último campo.

En efecto, tanto la economía cuanto la lingüística estudian comportamientos humanos. La lengua, objeto de estudio de la lingüística, es un sistema de signos doblemente articulados y es la expresión física del lenguaje: la capacidad exclusivamente humana de comunicarse por medio de signos orales. Nuestro objeto de estudio, pues, tiene tres niveles de realización: el sistema, la norma y el habla. El sistema es el nivel más abstracto y contiene los rasgos más generales de una lengua: fonemas, flexiones (conjugación y declinación), léxico, sintaxis, etc. La norma es el nivel que aglutina los usos del sistema lingüístico en una comunidad específica: implica, como señala su nombre, la aplicación de reglas sobre cómo deben realizarse y combinarse los elementos del sistema. El habla, por último, es la manifestación de la lengua en un hablante concreto. Para construir el aparato teórico que propone estos niveles, resulta necesario observar textos tanto orales cuanto escritos y someterlos a análisis por medio de métodos como la ley, la definición, la conmutación, la permutación, de residuo, la reducción al absurdo, etc.

Se asume con excesiva naturalidad, sin embargo, que el Estado intervenga en las interacciones económicas de las personas, lo que no ocurre con tanta frecuencia en sus interacciones lingüísticas. Ante esta situación de facto, varios economistas asumen que la intervención estatal resulta inevitable y, más allá de hacer mediciones e interpretar los datos recolectados (que es límite propio de la ciencia), proponen modelos que incluyen la participación del Estado en las interacciones económicas, es decir, saltan hacia el campo de la técnica y recomiendan la participación del Estado en una situación que, realmente, no necesita de su existencia. Ciertamente, la norma lingüística escrita de la lengua española cuenta con una intervención importante desde la Real Academia de la Lengua Española, pero el poder de esta sobre las interacciones en lengua castellana es mucho más limitado que el poder de un Estado sobre las interacciones económicas de quienes pisan su territorio. Los lingüistas, sensatamente, se allanan a las reglas de la Real Academia, pero reconocen que su campo es el científico: se declaran a sí mismos descriptivistas y rechazan el rol prescriptivista de la Real Academia para sí.

Los lingüistas están conscientes de que cada comunidad impone reglas sobre el uso de la lengua: limita el uso del léxico (poner / colocar), prefiere un orden de palabras por sobre otro (cómo estás tú / cómo tú estás), gobierna la pronunciación de los fonemas (estái / ehtái) e incluso varía la flexión de los verbos (conoces / conocés). Se trata de un fenómeno humano cuyas características y alcances son medidos con estudios específicos. Desde la perspectiva científica, lo importante es medir el fenómeno: no darle un curso determinado ni argumentar a favor o en contra de las reglas comunitarias ni, tampoco, pronunciarse sobre la conveniencia de que estas normas surjan espontáneamente o desde un órgano central. Algo como esto, aunque extraño, ocurre en el caso del mandarín pequinés, que es la lengua impuesta por el gobierno de la República Popular China sobre los territorios que controla.

Como estudioso de la lingüística —esperaré hasta haber publicado al menos un artículo académico acerca de gramática antes de llamarme propiamente lingüista—, pues, me parece extravagante que quienes se dedican a un campo del conocimiento expresen en publicaciones académicas su opinión acerca de cómo debería comportarse el fenómeno que estudian y, más aún, justifiquen el uso de la fuerza para imponer esta opinión personal. Yo tengo una opinión, por supuesto, acerca de qué es mejor o peor en el uso de la lengua castellana; pero jamás la plasmaría en una publicación académica ni la defendería en un congreso académico, puesto que hacerlo sería sumamente anti-científico, ni menos aún consideraría la posibilidad de justificar el uso de la fuerza para imponer esta opinión sobre todos los hablantes de un territorio. Al contrario, me preguntaría qué clase de psicopatía es esta que conduce a alguien a creer que tiene una idea tan buena que debe ser impuesta por la fuerza sobre los demás.

Entonces, sí, economistas y lingüistas se encuentran en el campo de las ciencias sociales en virtud de que estudian comportamientos humanos. Pero aquellos incurren, sin duda, en actitudes extravagantes desde el punto de vista estrictamente científico y harían bien en imitar a los lingüistas. No lo digo solamente yo, sino que también Marcel Mauss citado por Paul Ricœur en Le conflit des interpretations —«Mauss avait déjà dit : " la sociologie serait, certes, bien plus avancée si elle avait procédé à l'imitation des linguistes "»—, entendiendo que la sociología se puede conmutar por cualquiera de las ciencias sociales no lingüísticas.

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