Originalmente publicado en El Muro.
Entonces,
sí, economistas y lingüistas se encuentran en el campo de las ciencias sociales
en virtud de que estudian comportamientos humanos. Pero aquellos incurren, sin
duda, en actitudes extravagantes desde el punto de vista estrictamente
científico y harían bien en imitar a los lingüistas. No lo digo solamente yo,
sino que también Marcel Mauss citado por Paul Ricœur en Le conflit des interpretations —«Mauss avait déjà dit : " la
sociologie serait, certes, bien plus avancée si elle avait procédé à
l'imitation des linguistes "»—, entendiendo que la sociología se puede
conmutar por cualquiera de las ciencias sociales no lingüísticas.
Rolf Lüders
explicó el pasado 22 de diciembre, en la Facultad de Derecho, que la demanda de
dinero era equilibrada de manera óptima por los bancos durante el periodo de
banca libre en Chile (1860-1878) y que la pretensión estatal de regular este
proceso nunca ha podido equiparar los excelentes resultados del sistema de
banca libre. Cuando le comenté que hago clases particulares de latín y griego
antiguo, me dijo que quizá me había parecido «chino» lo relativo a la charla,
puesto que se trataba de economía. El sentido común nos señala —y yo mismo lo
sentí así en ese momento— que el estudio de las lenguas y de la economía están
separados por una enorme distancia conceptual. Lo cierto, no obstante, es que
se encuentran bastante cerca. El error proviene de la asunción de que el
estudio de las lenguas se encuentra en el campo de las humanidades mientras que
la economía se encuentra entre las ciencias sociales, pero en realidad ambas
disciplinas pertenecen a este último campo.
En efecto, tanto
la economía cuanto la lingüística estudian comportamientos humanos. La lengua,
objeto de estudio de la lingüística, es un sistema de signos doblemente
articulados y es la expresión física del lenguaje: la capacidad exclusivamente
humana de comunicarse por medio de signos orales. Nuestro objeto de estudio,
pues, tiene tres niveles de realización: el sistema, la norma y el habla. El
sistema es el nivel más abstracto y contiene los rasgos más generales de una
lengua: fonemas, flexiones (conjugación y declinación), léxico, sintaxis, etc.
La norma es el nivel que aglutina los usos del sistema lingüístico en una
comunidad específica: implica, como señala su nombre, la aplicación de reglas
sobre cómo deben realizarse y combinarse los elementos del sistema. El habla,
por último, es la manifestación de la lengua en un hablante concreto. Para
construir el aparato teórico que propone estos niveles, resulta necesario
observar textos tanto orales cuanto escritos y someterlos a análisis por medio
de métodos como la ley, la definición, la conmutación, la permutación, de
residuo, la reducción al absurdo, etc.
Se asume con
excesiva naturalidad, sin embargo, que el Estado intervenga en las interacciones
económicas de las personas, lo que no ocurre con tanta frecuencia en sus
interacciones lingüísticas. Ante esta situación de facto, varios economistas asumen que la intervención estatal
resulta inevitable y, más allá de hacer mediciones e interpretar los datos
recolectados (que es límite propio de la ciencia), proponen modelos que
incluyen la participación del Estado en las interacciones económicas, es decir,
saltan hacia el campo de la técnica y recomiendan la participación del Estado
en una situación que, realmente, no necesita de su existencia. Ciertamente, la
norma lingüística escrita de la lengua española cuenta con una intervención
importante desde la Real Academia de la Lengua Española, pero el poder de esta
sobre las interacciones en lengua castellana es mucho más limitado que el poder
de un Estado sobre las interacciones económicas de quienes pisan su territorio.
Los lingüistas, sensatamente, se allanan a las reglas de la Real Academia, pero
reconocen que su campo es el científico: se declaran a sí mismos
descriptivistas y rechazan el rol prescriptivista de la Real Academia para sí.
Los lingüistas
están conscientes de que cada comunidad impone reglas sobre el uso de la
lengua: limita el uso del léxico (poner
/ colocar), prefiere un orden de
palabras por sobre otro (cómo estás tú
/ cómo tú estás), gobierna la
pronunciación de los fonemas (estái /
ehtái) e incluso varía la flexión de
los verbos (conoces / conocés). Se trata de un fenómeno humano
cuyas características y alcances son medidos con estudios específicos. Desde la
perspectiva científica, lo importante es medir el fenómeno: no darle un curso
determinado ni argumentar a favor o en contra de las reglas comunitarias ni,
tampoco, pronunciarse sobre la conveniencia de que estas normas surjan espontáneamente
o desde un órgano central. Algo como esto, aunque extraño, ocurre en el caso
del mandarín pequinés, que es la lengua impuesta por el gobierno de la
República Popular China sobre los territorios que controla.
Como estudioso de
la lingüística —esperaré hasta haber publicado al menos un artículo académico
acerca de gramática antes de llamarme propiamente lingüista—, pues, me parece extravagante que quienes se dedican a
un campo del conocimiento expresen en publicaciones académicas su opinión
acerca de cómo debería comportarse el fenómeno que estudian y, más aún,
justifiquen el uso de la fuerza para imponer esta opinión personal. Yo tengo
una opinión, por supuesto, acerca de qué es mejor o peor en el uso de la lengua
castellana; pero jamás la plasmaría en una publicación académica ni la
defendería en un congreso académico, puesto que hacerlo sería sumamente
anti-científico, ni menos aún consideraría la posibilidad de justificar el uso
de la fuerza para imponer esta opinión sobre todos los hablantes de un territorio.
Al contrario, me preguntaría qué clase de psicopatía es esta que conduce a
alguien a creer que tiene una idea tan buena que debe ser impuesta por la
fuerza sobre los demás.
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