Como reza el título de este texto, intentaré argumentar que
no hubo un golpe militar el día 11 de septiembre de 1973 y que no hubo una
dictadura militar desde este día hasta el 11 de marzo de 1990. Como se
desprende de la lectura de otros textos en este blog, mi opinión acerca de
cualquier gobierno es que debería desaparecer. Por lo tanto, no admito como una
posibilidad que alguien juzgue este texto o el blog como «pinochetista» o
adicto a cualquier otra corriente gobernista. Otra premisa importante para afrontar
este texto es que yo rechazo terminantemente cualquier intento por hacer
interpretaciones de la historia (vid. Contra la interpretación de Susan
Sontag). Hay quienes creen que «la historia es escrita por los vencedores» y
que, por ende, está sujeta a interpretación o viene ya interpretada a través
del texto que la recoge. Si bien es posible argumentar que todo hombre tiene
una perspectiva y, por lo tanto, tiende a interpretar los hechos de una manera
u otra, yo no haría una distinción de la historiografía de acuerdo con la
perspectiva desde la cual es escrita, sino de acuerdo con la intención que
tiene: una historiografía honesta admite su inseparabilidad de la perspectiva e
intenta exponer los hechos con objetividad; una historiografía partidista
establece que los hechos históricos están sujetos a interpretación y que
solamente la suya es correcta. El presente texto se funda sobre la evidencia
escrita, no en la interpretación de los hechos. Si bien omito la mayor parte de
las citas que podría hacer para respaldar la exposición, dejaré aquí los
enlaces a la documentación relevante aportada por José Piñera, a los bandos publicados
por la Junta Militar y a una columna publicada por Hermógenes Pérez de Arce.
En primer lugar, pues, defenderé que no hubo un golpe
militar el día 11 de septiembre de 1973. En efecto, la acción llevada a cabo
por los militares no tenía la intención de acaparar los tres poderes del
Estado, no pretendía instaurar un régimen in
aeternum, no tenía intenciones políticas y no se fundó en aspiraciones de
poder. Se trató, más bien, de un ejercicio del derecho de rebelión, aplicado en
contra de un gobierno injusto y violador de los derechos humanos. El derecho de
rebelión es universal y ampara a cualquiera que se alce contra un gobierno,
puesto que esta es una asociación ilícita conformada para controlar a los
ciudadanos de un país. Alguien podría manifestar que, entonces, las acciones
del MIR y el FPMR también están amparadas por este derecho de rebelión; pero
ellos no tenían la mera intención de derrocar el gobierno, sino que querían
acapararlo e instrumentalizarlo para instarurar una dictadura marxista sin fecha
de expiración.
Los militares actuaron
certeramente
contra el poder Ejecutivo, que había intentado cooptarlos al instalarlos en
cargos ministeriales, y contra el poder Legislativo,
que había solicitado su intervención
y habría estorbado la pacificación
del país. La causa
principal del pronunciamiento militar estuvo en la actuación
del poder Ejecutivo: este atropelló flagrantemente las libertades civiles y
amparó la violación de los derechos humanos por parte de grupos terroristas y
funcionarios estatales. El poder Legislativo, por su parte, no solamente puso
al Presidente al mando del poder Ejecutivo tres años antes del pronunciamiento,
sino que solicitó la intervención de los militares al acusar la
inconstitucionalidad del poder Ejecutivo. La neutralización del poder
Legislativo era necesaria para evitar errores políticos como la designación de
un Presidente que caiga en inconstitucionalidad. Pero los militares no intervinieron
ni trataron de controlar la Corte de Suprema, puesto que esta no estaba bajo
control de los políticos. El poder Judicial, por su parte, reconoció de
inmediato la legitimidad del Gobierno Militar.
El pronunciamiento militar tampoco intentaba instaurar un
régimen in aeternum. Si bien su
prioridad no era hacer una transición rápida, sino efectiva, no había una
intención de perpetuarse en el poder. Cuando la comunidad internacional sintió
que el régimen llevaba demasiado tiempo al mando, este organizó un plebiscito
que ratificó el apoyo popular en 1978. Dos años más tarde, otro plebiscito aprobaría la Constitución propuesta por
la Comisión Ortúzar y ratificaría al Comandante en Jefe del Ejército como
Presidente por los próximos ocho años. Después de estos ocho años, el poder
Legislativo volvería a operar de forma independiente. Y así fue. Otro
plebiscito, celebrado al cabo de estos ocho años, definiría si el próximo
periodo del poder Ejecutivo sería liderado por el candidato del Gobierno
Militar o por un candidato electo en votación popular: el plebiscito definió
esta última opción y las elecciones para escoger al candidato se llevaron a
cabo al año siguiente, de modo que el candidato electo asumió finalmente el
poder el 11 de marzo de 1990. Como se hace evidente, en un principio había
metas que luego se estructuraron en plazos y estos fueron cumplidos a
cabalidad. Nunca hubo intención de conservar indefinidamente el poder.
Por otra parte, la intervención militar no tenía intenciones
políticas. Esto quiere decir que ella no venía con un programa político
configurado para instaurar en el país, como suelen hacer los partidos
políticos. La intervención
militar tenía, más bien, la intención de salvar a las personas de las garras de
los políticos, cuyos programas sociales e intervenciones políticas habían
llevado a la escasez de productos básicos, la violencia callejera
diaria y el atropello
sistemático de los derechos humanos. Era natural, por lo tanto, que los
militares no contrajeran ninguna convicción política y ningún plan económico
al momento de asumir el poder. Esta misma explicación sirve para fundamentar
que el pronunciamiento militar no se fundó en una aspiración de poder: los
militares no pretendían adquirir poder, como intentan constantemente los
partidos y movimientos políticos, sino que su objetivo era terminar con la
situación de escasez y violencia
imperante en gran parte del país.
Alguien podría contradecir que esos rasgos no corresponden a
otra cosa que no sea un golpe de Estado, pero es posible justificar mi
criterio. Lo que ocurrió en Chile no es un paralelo de lo que fueron los golpes
de Estado en el resto de América Latina. De hecho, lo que ocurre acá es
difícilmente homologable con lo que ocurre por lo general en la región. América
Latina es una región con profundas diferencias entre los países que la
componen: por eso resulta menos verosímil una federación como los Estados
Unidos o una alianza como la Unión Europea en estas latitudes. La izquierda
siempre ha querido equiparar el pronunciamiento de los militares chilenos con
los golpes de militares en otros países latinoamericanos, pero los rasgos de
estos movimientos son diferentes. Ya he expuesto las características
fundamentales del levantamiento militar en Chile, de modo que me limitaré a
decir que estas no se replican en los golpes llevados a cabo en otros países
latinoamericanos. Tanto porque los golpes suelen tener una intención de
permanencia indefinida en el poder cuanto porque siempre tienen una intención
política. Este último rasgo es determinante en la diferenciación del
pronunciamiento en Chile, puesto que no tenía una intención política, sino
anti-política. Por esto mismo resultó vano el entusiasmo de los nacionalistas,
expresado en la publicación del libro Pensamiento
Nacional (ed. por Enrique Campos Menéndez, 1974).
En segundo lugar, explicaré por qué el Gobierno Militar no
fue una dictadura. Hay varias razones para sostener esta afirmación: 1) que no
se impuso de manera arbitraria, sino con respaldo político y jurídico; 2)
que no se perpetuó en el poder; 3) que no acaparó los tres poderes del Estado,
y 4) que se atuvo siempre al orden legal. Muchos alegan que el hecho de haberse
impuesto derrocando al gobierno anterior convierte al Gobierno Militar en una
dictadura, pero este argumento resulta inválido porque derrocar a un gobierno
no es condición lógica suficiente como para concluir que el gobierno siguiente
sea una dictadura. Si así fuera, consideraríamos que el gobierno de O'Higgins fue
una dictadura y que el gobierno de Hitler no fue una dictadura.
El Gobierno Militar no se impuso de manera arbitraria, sino
que obedeció a la situación de imperante escasez y violencia en el país.
Además, la imposición del Gobierno Militar recibió amplio respaldo político y
jurídico. No se trató de una acción infundada, sino que racionalmente
justificada y que contó con apoyo político, jurídico y ciudadano.
Como expliqué más arriba, el Gobierno Militar no se perpetuó
en el poder. No existió la intención de gobernar indefinidamente al momento de
llevarse a cabo el pronunciamiento militar ni tampoco hubo un cambio de planes
una vez que estuvo establecido el Gobierno Militar. Se definieron metas consistentes
en terminar con la situación de escasez y violencia en el país y en evitar que
concurrieran nuevamente (este objetivo resulta un tanto ingenuo cuando es
planteado por el gobierno) y estas metas fueron estructuradas más tarde en un
cronograma estipulado por la Constitución de 1980 y que fue cumplido al pie de
la letra. Ninguna acción posterior consiguió que este plan fuera modificado o
acelerado. Quienes dicen haber «luchado por la democracia» no consiguieron
ninguna victoria ni nada similar, porque tanto el plebiscito cuanto el fin de
la transición a
la democracia
(que tuvo lugar entre 1980 y 1990) ocurrieron de acuerdo con el itinerario
fijado por la Constitución.
Así como expuse anteriormente y como recordó hace poco
Gonzalo Rojas en una entrevista,
el poder Judicial mantuvo su independencia
durante el Gobierno Militar, lo cual demuestra fehacientemente que este
gobierno no fue una dictadura. Las sentencias dictadas por los jueces fueron
completamente autónomas, ajustadas a la tradición judicial del país y
responsabilidad de cada juez. Este solo argumento serviría para desbaratar por
completo la tesis de la «dictadura», pero resulta necesario exponer los otros
por cuanto este no es el único.
El Gobierno Militar, por último, no fue un gobierno
autoritario, sino que siempre se atuvo al orden legal. Es cierto que no observó
plenamente lo prescrito por la Constitución de 1925, pero sí observó el orden
legal del país y contribuyó
a asegurarlo y a ampliarlo. Ampliar el orden legal de un país no es
precisamente una virtud, pero no se trata de una conducta extraña a ningún
gobierno. El Gobierno Militar, pues, estaba interesado en la legitimidad
normativa de su ejercicio como legislador, ejecutor y constituyente. No era una
banda de maleantes imponiendo su voluntad de manera caprichosa sobre todo el
país.
Si volvemos a hacer una comparación con movimientos
militares en América Latina, recalcaré no solamente el apoyo político y
jurídico del Gobierno Militar en Chile, sino sobre todo su carácter legalista
(no autoritario). Las dictaduras militares de otros países latinoamericanos se
caracterizan por el autoritarismo. El Gobierno Militar de Chile, en cambio,
observó un estricto legalismo. Esta distinción vale para afirmar que el
pronunciamiento de los militares chilenos no fue un alzamiento homologable con
los golpes de militares en otros países de América Latina y que el Gobierno
Militar de Chile no fue una dictadura, como sí las hubo en otros países de la
región.
Las observaciones aquí expuestas corresponden a una lectura
fenomenológica de las evidencias textuales disponibles. No se trata, por ende,
de una interpretación de los hechos ni de los textos, sino que de una lectura
analítica. Esta lectura nos permite concluir que en Chile no hubo un golpe de
Estado el 11 de septiembre de 1973 ni tampoco hubo una dictadura desde este día
hasta el 11 de marzo de 1990. Lo que hubo fue un ejercicio del derecho de
rebelión seguido de un Gobierno Militar.
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