Todo gobierno es ilegítimo

Originalmente publicado en Ciudad Liberal.

Imagen: Cafe Press

En Chile hay más personas inscritas en el Registro Nacional de No Donantes (3,8 millones) que personas que votaron por la Presidente electa Michelle Bachelet (3,5 millones). Esto nos dice algo claro acerca de nuestro sistema político: que este no representa las aspiraciones ni las voluntades de las personas. Desde un punto de vista democrático o mayoritario, la Presidente electa tiene casi tanta legitimidad como el rechazo a la Ley de Donación de Órganos; pero la decisión sobre la legitimidad de una y otra no descansa en el conjunto de electores, sino en un sistema político diseñado para imponer normas sobre estos a como dé lugar. Los senadores Carlos Bianchi y Antonio Horvath han manifestado su disponibilidad para colaborar con el futuro gobierno en los asuntos relativos a la reforma educacional y una nueva constitución (El Mercurio 16-01-2014, C2) porque estiman que la ciudadanía está de acuerdo con ellos. Pero esto solamente demuestra que los representantes no reflejan fielmente las aspiraciones ni las voluntades de sus representados.

Erwin Robertson aclaró, al respecto, en la ponencia «La democracia directa y la democracia antigua» (3er Encuentro Internacional de Estudios Griegos, Centro de Estudios Griegos Clásicos, Bizantinos y Neohelénicos «Fotios Malleros» y Centro de Estudios Clásicos «Giuseppina Grammatico», 18-10-2012), que nunca ha habido un caso de implementación de la democracia que no sea del tipo representativo. Por lo tanto, nunca ha habido un sistema político que refleje lo que las personas quieren. La única forma de conseguir esta meta es sin un sistema político. Obviamente, los políticos opinan lo contrario y, cuando admiten que hay algo de cierto en esta afirmación, justifican igualmente la existencia del sistema político en virtud de los «peligros» que representa la libertad. Por supuesto, nunca se preguntan si acaso esos peligros han de producir catástrofes como las que hemos visto en la República Democrática de Alemania y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas con sus legendarios aparatos represivos o en los Estados Unidos de América y otros países con las crisis económicas causadas por el intervencionismo estatal (cf. Gran Depresión).

Si no ocurría en la Atenas clásica, no ocurrió en la Francia revolucionaria ni ha ocurrido en los Estados Unidos luego de proclamar su independencia ni en los estados socialistas luego de emanciparse de las cadenas impuestas por el capitalismo, ¿por qué sigue habiendo quienes cándidamente esperan que exista algún tipo de gobierno que represente las aspiraciones y las voluntades de sus gobernados? El problema con este anhelo es principalmente lógico: todos tenemos deseos y proyectos diferentes. Pero el problema también es económico: resultaría sumamente oneroso financiar todo lo que queremos. El problema, de aquí, se extiende a lo moral: la única manera de obtener el dinero necesario es quitándoselo a quien lo ha producido. Y a lo técnico: nunca ha sido posible organizar un sistema dinámico centralizado que sea capaz de satisfacer siquiera las necesidades más básicas de la población de un país permanentemente. Quienes justifican la existencia del gobierno, sin embargo, obvian todas estas complicaciones como si no significaran nada. Una sola de ellas basta para derrumbar por completo la argumentación a favor de los gobiernos; pero ellos no solamente las ignoran deliberadamente, sino que incluso justifican su ocurrencia: están más allá del bien y del mal, de lo posible y de lo imposible, de lo verdadero y de lo falso.

La apoteosis del Estado nos ha conducido a vivir rodeados de personas que padecen el Síndrome de Estocolmo: están profundamente convencidos de que no podríamos subsistir un solo día sin la presencia de un Estado y creen incluso que debemos estar agradecidos de que el Estado reconozca nuestra existencia. A causa de esto, resulta incluso peligroso cuestionar la existencia del Estado y el sistema político: quien lo hace corre el serio riesgo de ser no solo censurado, sino que injuriado y hasta agredido por los fieles estatistas.

Las técnicas para la imposición y conservación del Estado son equivalentes a las de los movimientos asambleístas y los métodos para combatirlas han de ser, por ende, los mismos. Los políticos, de hecho, son como los líderes asambleístas: creen que su anhelo de tener una organización política que vincule a todas las personas es necesario e inevitable. No entienden que las demás personas tenemos anhelos diferentes y no tenemos la obligación de subsumirnos a lo que ellos desean. Esta pobre comprensión de la condición humana ha conducido a la situación que denuncio constantemente: el Estado no es más que una garantía de que tendremos un atropello sistemático de los derechos humanos. Frente a esta situación, es preferible la incertidumbre a la seguridad. En efecto, es más aceptable no tener certeza de si acaso mis derechos serán vulnerados por alguien que tener la certeza de que esto ocurrirá. Para algunos, la incertidumbre puede parecer más angustiante que la certeza, pero la incertidumbre no es ajena a nuestra realidad actual: nunca sabemos si alguien intentará robarnos. Esta es una forma de decir, por cierto, que difícilmente estaremos peor que ahora. Y no es que sea efectista, pero este tipo de argumentos es más amigable que los estrictamente lógicos.

Como dijo alguien en Twitter, la democracia puede llevarnos a determinar que las soluciones de los problemas matemáticos sean votadas en la clase y que la solución correcta sea la más votada. Algo así es lo que ocurrió en las últimas elecciones presidenciales de Chile. Y eso mismo es lo que ha estado ocurriendo en prácticamente todo el mundo: sometemos a votación o a la «voluntad popular» asuntos que no deben estar sujetos a ellas. De hecho, no hay algo así como una «voluntad popular» ni tampoco hay algo que pueda ser legítimamente sometido a sufragio para ser decidido. Creer en la existencia de una «voluntad popular» es casi tan penoso como creer que el gobierno de los Estados Unidos es manejado por extraterrestres nazis. Y respaldar que haya asuntos susceptibles de ser definidos por votación es aceptar la violencia como método válido para decidir sobre cuestiones que, racionalmente, deben ser sometidas a otros criterios.

Yo no pertenezco al grupo de los inscritos en el Registro Nacional de No Donantes ni al grupo de electores que votaron por la Presidente electa. Pero mi corazón está más cerca de quienes integran el Registro Nacional de No Donantes, puesto que creo que nuestras aspiraciones y voluntades son diferentes y deben permanecer así. Y creo que ningún gobierno tiene la legitimidad para decidir por nosotros asunto alguno y menos para imponernos decisiones que obstaculicen la persecución de nuestros fines personales. La reacción de la ciudadanía frente a la Ley de Donación de Órganos es un claro reflejo de que la individualidad, amenazada por la legislación gubernamental, utiliza los recursos que tiene a mano para evitar que otros tomen las riendas de su destino.

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