Contra la Reforma Educacional

Originalmente publicado en Ciudad Liberal.

Imagen: e-Orl@ndo Blog

Como todo proyecto de ley, la Reforma Educacional pretende expandir el tamaño del Estado. Tengo colegas que esperan con ansias la apertura de las universidades regionales prometidas por la administración actual: esto abrirá numerosas plazas de trabajo para una generación de académicos que aún no logra integrarse en el limitado mercado de educación terciaria. Y claro que es limitado: el Estado se reserva el derecho de decidir qué carreras son profesionales y cuáles no. Además de esto, el Estado prohíbe que las universidades funcionen normalmente, esto es, que tengan fines de lucro: ¿cómo no va a entorpecer esta mezquina condición el crecimiento del mercado educacional? Por otra parte, están los inexplicables súper-poderes de las universidades tradicionales, que utilizan la prueba de limpieza ideológica (PSU) como filtro para el ingreso de alumnos nuevos, y el sistema de las acreditaciones: «enseña a mi manera o no tendrás mi visto bueno». Las intervenciones son tantas y de tan mal gusto que a veces me siento afortunado de que no me hayan dado la cátedra de latín que tenía prácticamente asegurada en la UMCE.

Comparto las suspicacias de quienes sospechan que la Reforma Tributaria no está pensada para financiar los cambios que serán aplicados con la Reforma Educacional, sino que para financiar el aumento de diputados —innecesario y perjudicial— que fue acordado para alterar el inofensivo sistema de elección binominal. Con todo, me sorprende la candidez con la que todos aceptan que el gobierno promete financiar una reforma utilizando un nuevo impuesto. Parece que todos en este país han olvidado lo que dice la Constitución: «Los tributos que se recauden, cualquiera que sea su naturaleza, ingresarán al patrimonio de la Nación y no podrán estar afectos a un destino determinado». Tal vez la Reforma Educacional indicará que se trata de un gasto en defensa nacional (excepción aceptada para el caso explicado): después de todo, la Nación no se derrumbó cuando un Ministro de Educación fue juzgado y depuesto en virtud de haber vulnerado el derecho a la privacidad del hogar. Resulta decepcionante, de todas maneras, que los conciudadanos estén más preocupados de proponer una reforma a su manera que de detener las locuras del gobierno.

¿En qué momento se hizo «evidente» que necesitemos una reforma en educación? Si acaso necesitamos una reforma, esta consiste en acabar con la planificación central de lo que se enseña y lo que se hace en el ámbito de la educación formal, no en decidir cómo tiene que hacerse. Pero yo me pregunto si acaso es tan mala la educación que recibí yo y la que recibieron mis padres y la que recibieron mis abuelos. ¿Acaso todos nosotros recibimos la educación equivocada? ¿Acaso nuestras vidas completas son un error y están plagadas de fracasos a causa de una educación mediocre? Mi experiencia me dice absolutamente lo contrario. Mis padres y mis abuelos ni siquiera necesitaron contar con grados universitarios para criar a sus hijos y tener vidas plenas y felices. Las muertes que hemos sufrido no se habrían evitado con un grado universitario. Y no puedo pensar en ningún otro tipo de evento que quisiera evitar más que este en mi vida familiar. Si un grado universitario no sirve para esto, resulta absolutamente prescindible. Entonces, en verdad, no existe ninguna «crisis» en la educación. Admito que resulta crítico que ya no se enseñe gramática, pero esto se resolvería en gran parte acabando con el SIMCE y con la planificación centralizada del currículum: así muchos de mis colegas volverían a hacerlo en virtud de la libertad de los sostenedores para escribir sus propios programas.

Debo admitir que muchos de mis colegas no comparten este anhelo de libertad curricular, sino que preferirían que el Ministerio de Educación tenga un poder todavía más grande sobre lo que ellos enseñan. Y esto se debe a que tienen la vana ilusión de que es posible resolver los problemas de todo el mundo de forma centralizada, enseñando «lo mejor» a todos por igual. Algunos tienen esta ilusión y otros piensan abiertamente en las virtudes del adoctrinamiento estatal. Indistintamente, están todos equivocados: ningún esfuerzo centralizado es capaz de lograr lo que ellos sueñan con total éxito. Sí puedes tener a muchos niños repitiendo la consigna «pioneros por el comunismo», pero eso no te garantiza que efectivamente controles sus mentes: incluso en Cuba hay disidentes e incluso desde Corea del Norte se escapa alguno de vez en cuando. Por último, ninguna educación es mejor que la que cada uno quiere recibir para sí o la que los padres les quieran entregar a sus hijos. ¿Cómo podría uno decidir por personas a las que ni siquiera conoce? Es cierto que mis alumnos particulares suelen tomar muy seriamente mis recomendaciones o asumir mansamente mis resoluciones con respecto a lo que les enseño, pero fueron ellos quienes acudieron voluntariamente hacia mí para que yo les enseñara.

El sueño infantil de controlar la educación de los demás debería ser abandonado por todos, especialmente por los profesores. No es una idea buena ni sana, sino mala y perjudicial. Basta con confrontar nuestro sentido común para saberlo: ¿sería aceptable que nos impongan una carrera que no queremos estudiar o que nuestros hijos sean educados con criterios distintos de los que estimamos correctos? Seguramente hay cosas que consideramos muy importantes saber, tanto como para creer que todos deben saberlas. Pero este no es un argumento válido para obligar a que todos los alumnos las aprendan. Y decir que enseñar algo distinto constituye una forma de maltrato no es un argumento, sino una velada expresión de desprecio visceral. Así que les recomiendo lo siguiente: asuman que no pueden cortar el pasto del vecino sin el permiso del vecino, no importa cuán lindo se vea de acuerdo con su criterio. Y no importa que toda la cuadra esté de acuerdo con ustedes: una mayoría de opinión no hará que sea menos malo cortar el pasto del vecino en contra de su voluntad.

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