Originalmente publicado en Ciudad Liberal.
Una de las consignas que escuchaba ocasionalmente en la universidad, no de parte de los profesores, sino que de parte de otros alumnos, era la de cuán importante resulta formar alumnos críticos. Se hablaba de que los profesores debían ser críticos y de que ellos tenían el deber de formar alumnos críticos para configurar una sociedad crítica. Resulta, no obstante, que esta crítica estaba bastante acotada. No podía ejercerse para defender o justificar el libre mercado, sino que solamente para condenarlo. No podía ejercerse para criticar los regímenes socialistas, sino que solamente parta respaldarlos. Tampoco podía ejercerse para criticar a los encapuchados, sino que solo para condenar a los Carabineros que los perseguían. Se trataba, en fin, de una regla con demasiadas excepciones, las cuales han sido criticadas oportunamente por Gottfried Leibniz y Ambrosio Rabanales (cada uno en su momento).
Resulta, entonces, que formar alumnos críticos no significa estimular literalmente la crítica, sino que adoctrinar en el rechazo del libre mercado, el respaldo de los regímenes socialistas y la condena de los Carabineros que persiguen a encapuchados. Se trata, pues, de una perversión léxica, de un secuestro semántico, a favor de una ideología específica que pretende erguirse como la única capaz de ejercer crítica. Las opiniones vertidas en favor de cualquier otra corriente no constituirían una crítica, puesto que no serían la manifestación de una reflexión individual genuina. En realidad, la única expresión del pensamiento individual posible es aquella que redunda en el rechazo del libre mercado, el respaldo de los regímenes socialistas y la condena de los Carabineros que persiguen a encapuchados. Cualquier divergencia de estos axiomas fundantes será considerada el producto de un adoctrinamiento imperialista.
Siendo una persona de espíritu crítico —a estas alturas no necesito un profesor que me lo confirme—, me sorprende lo poco que me importa si un alumno mío apoya o no el libre mercado, si respalda o no los regímenes socialistas o si condena o no a los Carabineros que persiguen a encapuchados. Lo que me interesa de un alumno es que sea capaz de leer un texto, de identificar las estructuras gramaticales y de individualizar las funciones sintácticas. Me interesa que mi alumno haga esto porque estas habilidades son fundamentales para comprender lo que dice —y lo que no dice— un texto. Tengo por cierto que ningún alumno mío será capaz de hacer interpretación alguna acerca de un texto sin identificar las estructuras gramaticales e individualizar las funciones sintácticas. Consecuentemente, ninguno podrá emitir opinión desde su criterio acerca de lo que dice un texto: ¿cómo podría si no conoce las relaciones establecidas entre sus miembros constituyentes? Un alumno mío desarrollará un criterio cuando sea capaz de identificar las relaciones, estructuras y funciones gramaticales de un texto escrito.
Desde mi perspectiva, pues, no hay intepretaciones prefabricadas que los alumnos deban reproducir para que sean considerados críticos. Más bien, hay habilidades que deben desarrollar: sin ellas, jamás podrán ejercer crítica alguna acerca de ningún asunto. La crítica no puede ejercerse más que desde la comprensión de lo criticado.
La UMCE, sin embargo, es un lugar excéntrico. Tan excéntrico que, en esos años, había una «radio» manejada por alumnos de la universidad cuyas transmisiones eran irradiadas a través de megáfonos instalados en postes al interior del campus. Las transmisiones muchas veces consistían en discursos relativos a la importancia de convertirnos en profesores críticos que formaran alumnos críticos. Imaginen la escena: un campus universitario soleado, con alumnos caminando lentamente de un lado hacia otro mientras la propaganda ideológica es transmitida a través de megáfonos instalados en varios puntos estratégicos. Esa situación me hacía sentir como que estaba en un campo de re-educación o en la metrópolis de una república «popular». Esos discursos radiales no eran una invitación al pensamiento crítico, sino un intento evidente de adoctrinamiento.
En más de una ocasión fui objeto de un insulto, de comentarios sarcásticos y de la incredulidad de otros alumnos a causa de mi divergencia con respecto al pensamiento crítico que se propugnaba en la UMCE. No puedo atribuir estas conductas más que al fanatismo: una fe ciega en la consigna y un rechazo visceral —no racional— de aquello que la contradice. Quizás ellos sintieran sorpresa, disgusto; pero a mí me daba miedo que ellos reaccionaran así, porque me quedaba claro que no estimaban posible que una persona tuviera las ideas que yo expresaba y esto significaba la peligrosa posibilidad de que ellos no me consideraran persona, algo acerca de lo cual André Frossard ha escrito lúcidamente. ¿Qué tan lejos estaba del campo de concentración?
La situación en la que se manifestaba de manera más palpable esta imposición del pensamiento crítico era aquella en la que los encapuchados ocupaban físicamente el baño de varones que está entre el Departamento de Filosofía y el Pabellón D. Me ocurrió a mí mismo en un par de ocasiones que, dirigiéndome al servicio sanitario, fui detenido por alguien —otro alumno como yo— que me dijo: «no puedes entrar al baño ahora, está ocupado». Supongo que no habría sido sensato insistir sabiendo que, en el interior del baño, había alrededor de quince personas armadas y perfectamente dispuestas a usar la violencia física en mi contra. Esta vulneración sobre mi libertad de movimiento me hería hondamente, pero me recordaba el lugar en el que estaba: la universidad del pensamiento crítico.
Esa es la UMCE, la universidad del pensamiento crítico. Quien se atreve a pensar de manera literalmente crítica puede ser atacado con una patada en el patio —esto le ocurrió a un profesor el año pasado—, puede ver desinflados los neumáticos de su vehículo —una profesora fue víctima de este ataque hace algunos años— o puede, sencillamente, sentirse intimidado a la hora de que la Policía de Investigaciones le solicite una declaración. Así declara que ocurrió el subcomisario Marco León en el informe policial nro. 538 del 18 de marzo del 2008, el cual detalla que la identidad del alumno que atacó con una bomba molotov a la menor Daniela Fuentes el día 05 de octubre del 2008 era «un secreto a voces al interior del establecimiento educacional», pero nadie se atrevía a revelarlo.
Imagen: Mikas |
Una de las consignas que escuchaba ocasionalmente en la universidad, no de parte de los profesores, sino que de parte de otros alumnos, era la de cuán importante resulta formar alumnos críticos. Se hablaba de que los profesores debían ser críticos y de que ellos tenían el deber de formar alumnos críticos para configurar una sociedad crítica. Resulta, no obstante, que esta crítica estaba bastante acotada. No podía ejercerse para defender o justificar el libre mercado, sino que solamente para condenarlo. No podía ejercerse para criticar los regímenes socialistas, sino que solamente parta respaldarlos. Tampoco podía ejercerse para criticar a los encapuchados, sino que solo para condenar a los Carabineros que los perseguían. Se trataba, en fin, de una regla con demasiadas excepciones, las cuales han sido criticadas oportunamente por Gottfried Leibniz y Ambrosio Rabanales (cada uno en su momento).
Resulta, entonces, que formar alumnos críticos no significa estimular literalmente la crítica, sino que adoctrinar en el rechazo del libre mercado, el respaldo de los regímenes socialistas y la condena de los Carabineros que persiguen a encapuchados. Se trata, pues, de una perversión léxica, de un secuestro semántico, a favor de una ideología específica que pretende erguirse como la única capaz de ejercer crítica. Las opiniones vertidas en favor de cualquier otra corriente no constituirían una crítica, puesto que no serían la manifestación de una reflexión individual genuina. En realidad, la única expresión del pensamiento individual posible es aquella que redunda en el rechazo del libre mercado, el respaldo de los regímenes socialistas y la condena de los Carabineros que persiguen a encapuchados. Cualquier divergencia de estos axiomas fundantes será considerada el producto de un adoctrinamiento imperialista.
Siendo una persona de espíritu crítico —a estas alturas no necesito un profesor que me lo confirme—, me sorprende lo poco que me importa si un alumno mío apoya o no el libre mercado, si respalda o no los regímenes socialistas o si condena o no a los Carabineros que persiguen a encapuchados. Lo que me interesa de un alumno es que sea capaz de leer un texto, de identificar las estructuras gramaticales y de individualizar las funciones sintácticas. Me interesa que mi alumno haga esto porque estas habilidades son fundamentales para comprender lo que dice —y lo que no dice— un texto. Tengo por cierto que ningún alumno mío será capaz de hacer interpretación alguna acerca de un texto sin identificar las estructuras gramaticales e individualizar las funciones sintácticas. Consecuentemente, ninguno podrá emitir opinión desde su criterio acerca de lo que dice un texto: ¿cómo podría si no conoce las relaciones establecidas entre sus miembros constituyentes? Un alumno mío desarrollará un criterio cuando sea capaz de identificar las relaciones, estructuras y funciones gramaticales de un texto escrito.
Desde mi perspectiva, pues, no hay intepretaciones prefabricadas que los alumnos deban reproducir para que sean considerados críticos. Más bien, hay habilidades que deben desarrollar: sin ellas, jamás podrán ejercer crítica alguna acerca de ningún asunto. La crítica no puede ejercerse más que desde la comprensión de lo criticado.
La UMCE, sin embargo, es un lugar excéntrico. Tan excéntrico que, en esos años, había una «radio» manejada por alumnos de la universidad cuyas transmisiones eran irradiadas a través de megáfonos instalados en postes al interior del campus. Las transmisiones muchas veces consistían en discursos relativos a la importancia de convertirnos en profesores críticos que formaran alumnos críticos. Imaginen la escena: un campus universitario soleado, con alumnos caminando lentamente de un lado hacia otro mientras la propaganda ideológica es transmitida a través de megáfonos instalados en varios puntos estratégicos. Esa situación me hacía sentir como que estaba en un campo de re-educación o en la metrópolis de una república «popular». Esos discursos radiales no eran una invitación al pensamiento crítico, sino un intento evidente de adoctrinamiento.
En más de una ocasión fui objeto de un insulto, de comentarios sarcásticos y de la incredulidad de otros alumnos a causa de mi divergencia con respecto al pensamiento crítico que se propugnaba en la UMCE. No puedo atribuir estas conductas más que al fanatismo: una fe ciega en la consigna y un rechazo visceral —no racional— de aquello que la contradice. Quizás ellos sintieran sorpresa, disgusto; pero a mí me daba miedo que ellos reaccionaran así, porque me quedaba claro que no estimaban posible que una persona tuviera las ideas que yo expresaba y esto significaba la peligrosa posibilidad de que ellos no me consideraran persona, algo acerca de lo cual André Frossard ha escrito lúcidamente. ¿Qué tan lejos estaba del campo de concentración?
La situación en la que se manifestaba de manera más palpable esta imposición del pensamiento crítico era aquella en la que los encapuchados ocupaban físicamente el baño de varones que está entre el Departamento de Filosofía y el Pabellón D. Me ocurrió a mí mismo en un par de ocasiones que, dirigiéndome al servicio sanitario, fui detenido por alguien —otro alumno como yo— que me dijo: «no puedes entrar al baño ahora, está ocupado». Supongo que no habría sido sensato insistir sabiendo que, en el interior del baño, había alrededor de quince personas armadas y perfectamente dispuestas a usar la violencia física en mi contra. Esta vulneración sobre mi libertad de movimiento me hería hondamente, pero me recordaba el lugar en el que estaba: la universidad del pensamiento crítico.
Esa es la UMCE, la universidad del pensamiento crítico. Quien se atreve a pensar de manera literalmente crítica puede ser atacado con una patada en el patio —esto le ocurrió a un profesor el año pasado—, puede ver desinflados los neumáticos de su vehículo —una profesora fue víctima de este ataque hace algunos años— o puede, sencillamente, sentirse intimidado a la hora de que la Policía de Investigaciones le solicite una declaración. Así declara que ocurrió el subcomisario Marco León en el informe policial nro. 538 del 18 de marzo del 2008, el cual detalla que la identidad del alumno que atacó con una bomba molotov a la menor Daniela Fuentes el día 05 de octubre del 2008 era «un secreto a voces al interior del establecimiento educacional», pero nadie se atrevía a revelarlo.
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