«El Chile que queremos»: una invitación a la tiranía

Originalmente publicado en Panam Post.

¿Por qué alguien sería tan arrogante como para pretender que el país completo funcione como a él le parece mejor? Este tipo de aspiración es propia de los políticos y, últimamente (quizá desde hace tiempo), ellos han articulado un discurso según el cual esta aspiración debería ser compartida por todas las personas que habitan un mismo territorio.

Esta intención de los políticos me hace recordar, forzosamente, la aspiración de algunos de que todas las personas participen en el ordenamiento político de la polis o del país. Esta aspiración era interpuesta como argumento para justificar las votaciones de cuórum mínimo en las asambleas del Departamento de Castellano, con las cuales se mantenía eternamente un paro o una toma que, en los hechos, carecía de apoyo entre los alumnos. La conozco de primera mano, pues, y sé que tras ella habita un espíritu totalitario y de profundo odio contra la libertad y la individualidad.

Lo primero que pienso cada vez que alguien expresa esta intención es cuán pequeño debería ser el espíritu de la humanidad entera como para que nuestra mayor meta fuere controlar las vidas de los demás. Nuestro mundo interior y nuestras interacciones privadas son mucho más valiosas, ricas y admirables que la voluntad de poder. No se trata de una mera opinión personal: las obras más grandes de la literatura se refieren, precisamente, al mundo interior y a la interacciones privadas y son magníficas por esto, no porque cuenten la historia acerca de cómo las personas invirtieron su tiempo en administrar la polis.

Ni el Estado es una fábrica de sueños, ni las personas tienen la facultad de decidir cómo los demás deben vivir sus vidas. Aclaro esto porque las afirmaciones opuestas parecen ser los axiomas tras la intención de que el país funcione a nuestro antojo. El hecho de que alguien los considere verdaderos me parece espeluznante.

Hay quienes creen que el vecino tiene la obligación de pagar por la mantención de la plaza, por el portón de la calle, por los guardias que controlan el acceso. Estos servicios pueden ser sumamente útiles y razonables, pero su utilidad y razonabilidad no los hace obligatorios. Hay tratamientos médicos que también son útiles y razonables, pero nadie está obligado a someterse a ellos contra su voluntad. Todas nuestras decisiones se definen, al fin y al cabo, por lo que dicta el arbitrio y no por lo que recomienda la razón: esta siempre es sensata, pero no tiene el poder ni la última palabra en lo que concierne a nuestras decisiones.

Quienes creen que todas las decisiones deben ser razonables terminan por imponer sus decisiones sobre los demás, puesto que no reconocen que en sí mismos el arbitrio predomina sobre la razón, y porque no aceptan que esto ocurra en los demás. Y de esto se trata, básicamente, el desprecio por la libertad: de interponer un fantasma —sea la razón o las emociones— por encima del arbitrio personal para justificar que unos tomen decisiones en lugar de otros, quienes son acusados de haber fallado en cuanto a seguir los caminos apropiadamente razonables o conmovedoramente sentimentales.

Cada vez que los políticos invitan a las personas a construir el país que ellas sueñan, pienso en estas cosas: que nadie debe tener el poder para tomar decisiones por otros y que los políticos están articulando un discurso falso para imponer sus propios sueños intervencionistas en las vidas de las personas. Este es el discurso de Carola Canelo, por ejemplo: la oscura profesora de la Facultad de Derecho que pretende imponer una dictadura con mano de hierro en Chile, alegando que representa al 95% de la población nacional. Ella no debería ser candidata a otra institución que a una clínica psiquiátrica, pero el discurso populista la ha elevado a la condición de semidiosa. Quizá le haría bien un encuentro con Violencia Rivas para darle la dosis de realidad que necesita con urgencia. Pero yo no le impondré estas decisiones —al contrario de ella, que sin duda lo haría conmigo o con cualquier otro que no concuerde con su 95% imaginario—, sino que le dejaré hecha la recomendación para que haga lo mejor por su salud (y la del país).

No todos los espacios son apropiados para confrontar los intereses contrapuestos. O, más bien, no cualquier conjunto de reglas es válido cuando quienes interactúan son personas. El mercado es una dimensión de la actividad humana en la que los intereses contrapuestos son reconciliados a través del intercambio pacífico, porque las reglas especifican que nadie puede ser obligado a comprar o a vender contra su voluntad. El Estado, en cambio, es una dimensión donde la voluntad individual es descartada, de manera que los conflictos de interés no se resuelven con acuerdos pacíficos, sino que con imposiciones violentas: y hay miles de personas encantadas con que esto ocurra de esta manera.

Cuando alguien nos invita a soñar en «el Chile que queremos», nos invita con alegría a pensar en cómo queremos atropellar los derechos fundamentales de nuestros conciudadanos, a reflexionar sobre cuánto y de qué manera resulta conveniente robarles a quienes reciben dinero, a razonar cuáles han de ser los límites del comportamiento de las otras personas, a tratar como piezas de ajedrez a los ciudadanos y a hacer planes con ellos sin pensar en que tengan voluntad propia. La invitación a soñar en el Chile que queremos encierra una perversidad difícil de retratar, pero evidente cuando develamos sus axiomas. Se trata de una promesa de totalitarismo, opresión, tortura, hambre, pobreza, exilio, etc.

Lo sabemos: todos lo sabemos. Lo vimos en Checoslovaquia, en Hungría, en Polonia. No necesitamos verlo acá ni resucitar el fantasma que asoló el mundo durante el siglo XX.

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