Originalmente publicado en El Libertario.
La prensa reportó, durante el fin de semana, que una tribu
amazónica había sido fotografiada por primera vez en la historia durante un
paseo de reconocimiento en helicóptero. Una nota similar fue difundida por la
prensa hace diez años, también con fuente en la selva amazónica. En ambos
casos, los indígenas reaccionaron con agresividad hacia quienes los observaban
o el helicóptero. De todas maneras, la nota de hace diez años terminó siendo
desmentida a los pocos días, puesto que la tribu fotografiada ya era conocida,
y los difusores del engaño lo justificaron para ayudar en la conservación de
esta tribu y su estilo de vida. Esto me hace sospechar que la nota periodística
del fin de semana obedezca a la misma lógica «proteccionista»: la observación
registrada es prácticamente idéntica a la de hace una década y el fotógrafo ha
manifestado abiertamente que la importancia de su registro radica en la preservación
de esta gente. Queda claro que su interés es mantener aislada esta población
humana.
Uno podría imaginarse un fin siniestro en esta intención de
mantener aislado un grupo de personas: lo primero que yo mismo pensé es que se
pretende dejarlos incomunicados para que vivan en una especie de zoológico al
aire libre desde donde el mundo pueda observar ocasionales fotografías o
grabaciones o incluso montar un reality
show sobre la vida diaria de esta gente. Los comentaristas de «Teletrece»
en Facebook consideran, por su parte, que es una desgracia para esta tribu
haber sido descubierta, puesto que el contacto con el mundo moderno resulta
inevitable ahora y esto no solo le arrebatará su idílico estilo de vida actual
—como aquel representado en el acto 4to de Les
Indes galantes (Rameau 1735)—, sino que le atraerá un sinnúmero de
calamidades. Pero, tal como la ópera de Rameau, estas ideas responden a una
ilusión: todos sabemos que la leyenda del buen salvaje es un cuento infantil y
no se corresponde con la realidad. Basta con comparar índices como la esperanza
de vida al nacer o el ingreso per cápita de hace doscientos años (cuando ya
vivíamos mucho mejor que en la Edad Piedra) para saber que los indígenas de
Maíta están sufriendo mucho más que nosotros durante sus, no obstante, breves
lapsos de vida.
Existe, sin embargo, otra razón para preservar estas tribus
incomunicadas: no la de crear un zoológico o la de satisfacer una creencia
irracional, sino otra igualmente perversa, aunque más reputada socialmente. Todos
sabemos que las ciencias son, en principio, amorales y no se detienen, por lo
tanto, a preguntarse si sus métodos son dignos o si acaso transgreden los
principios de no agresión o de reciprocidad: para ellas existe siempre una
aproximación maquiavélica a la satisfacción de sus objetivos. Así que, por ende,
no tiene problema en proponer que estas personas sean mantenidas en su miseria
incluso si algún alma caritativa tiene la intención de acercarse para
ayudarlas. No es obligación de nadie socorrer a los indígenas de Maíta, pero
tampoco es lícito que le sea prohibido hacerlo a quien lo intenta.
El comentarista de «Teletrece» recordará, sin duda, con
indignación y desconsuelo, que el contacto de la civilización occidental con
tribus aborígenes condujo casi invariablemente a la desaparición de sus lenguas
y de sus costumbres, con la salvedad, por supuesto, de aquellas que eran más
fuertes en lo cultural y más resistentes en lo demográfico. Y asume que esta
desaparición parcial se debe a un abuso cometido por el occidental o a las
enfermedades que este porta (puesto que todas las personas portan) o a su
estilo de vida «materialista» (como si la espiritualidad verdaderamente
concediera más comodidas físicas y materiales). El comentarista de «Teletrece»,
prejuicioso como es, no aceptará que está equivocado e insistirá —como observa
Michael Shermer en su artículo para el volumen de enero 2017 de Scientific American— en que, a
diferencia de todos los hombres sobre la Tierra, el occidental tiene la
capacidad de suprimir las expresiones culturales distintas de la suya y de
imponer, incluso sin proponérselo, las propias sobre todos los otros hombres.
Lo cierto es que las adecuaciones culturales ocurren cada
día y nos han dado ejemplos dramáticos de independencia a lo largo de los
siglos. Digo de independencia porque, según el comentarista de «Teletrece», las
adecuaciones culturales se operan siempre en favor del grupo que tiene mayor
poder político y económico. Hay, sin embargo, ejemplos que muestran la
independencia de la adecuación cultural. Los griegos no perdieron su lengua
cuando fueron conquistados por los romanos y, más aún, estos adoptaron los
dioses y la literatura de aquellos como propios. Algo similar ocurrió con la
transferencia del panteón sumerio hacia sus conquistadores asirios y, más tarde,
de estos a los babilonios. Una transferencia parecida se observa en el caso de
los panteones maya y azteca, puesto que estos parecen haber heredado la
mitología de aquellos. Y en la misma América observamos que el náhuatl y el
mapuzungun, así como los panteones asociados con ellos, sobrevivieron al
«pernicioso» contacto con la cultura occidental. En fin, el carácter
destructivo de nuestra cultura sobre las otras tiene mucho más de leyenda que
de historia real. No es raro que así sea: nuestra cultura tiene la inclinación
tanto de cuestionarse a sí misma cuanto de demonizarse: quizá esto mismo le ha
permitido sobrevivir hasta hoy y ser tan exitosa, aunque parece una actitud
autodestructiva.
Comentarios
Publicar un comentario