Parlamentarios rebeldes en la «bancada pulmones vírgenes»

Originalmente publicado en Corrupción Chile.

Hace aproximadamente un mes, Camila Vallejo ingresó un proyecto de ley para evitar que las sesiones del Congreso sean abiertas «en nombre de Dios» motivada por la competencia desleal del Creador en desmedro de los parlamentarios en lo relativo a dirigir los destinos de la humanidad. La medida no ha sido aprobada, pero Vallejo decidió ponerla en práctica desde hace pocos días en la Comisión de Ciencia y Tecnología. Su inexcusable exabrupto causó la destrucción del monóculo (otro más) del diputado José Kast, quien en venganza ha solicitado la censura de su colega Vallejo.

Aparte de lo anterior, la misma diputada Vallejo y el diputado Gabriel Boric manifestaron públicamente su apoyo a los huelguistas de la empresa Sodimac, en contradicción de lo prescrito por el artículo 60mo de la Constitución. De hecho, Boric afirmó que insistirá en su respaldo aun después de enterarse por primera vez en su vida —puesto que ignora el contenido de la Constitución que le permitió convertirse en diputado— de que está transgrediendo la Carta Fundamental del Estado que financia su millonario y ocioso estilo de vida. Esta actitud no es nueva entre los parlamentarios chilenos: ellos siempre transitan entre el estricto cumplimiento de la ley y su total desconocimiento, dependiendo de su agenda política. Porque la ley no tiene valor por sí misma para ellos.

Si se trata de una norma que prohíbe el lucro en la educación, la ley debe ser aplicada con todo el rigor posible. Si se trata de una norma que prescribe la amnistía para los delitos cometidos entre 1973 y 1978, debe aplicarse solamente a los terroristas que intentaban tomar el control del país y no a los uniformados que incurrieron en excesos al tratar de detenerlos. Si se trata de una norma que prohíbe que los partidos políticos instruyan el voto de sus parlamentarios, debe ser ignorada por completo.

Naturalmente, los parlamentarios aplican criterios políticos: no jurídicos. Y, como cualquier persona, ellos intentan escapar del brazo de la justicia cuando transgreden alguna norma, sea moralmente legítima o no. En este punto, por cierto, caen en deshonestidad. En primer lugar, porque fingen que están a favor de la estricta aplicación de la ley cuando la respaldan y luego abogan por la desobediencia civil cuando no concuerdan con ella. Uno podría comprender la total adhesión o la completa aversión al cumplimiento de las leyes, pero resulta difícil empatizar con una postura que privilegia la conveniencia personal en lugar de principios universales. En segundo lugar, su intención de escapar del brazo de la justicia —comprensible en cualquier particular— manifiesta una desconfianza de fondo tanto en las leyes que los mismos parlamentarios redactan y aprueban cuanto en el Poder Judicial. Estos comportamientos, pues, no reflejan otra cosa que un carácter deshonesto.

¿Debemos, en consecuencia, hacer caso de las leyes o ignorarlas? Cuando los propios legisladores se comportan de manera fluctuante en este aspecto, uno tiene claro que la ley ni siquiera es tomada en serio por quienes creen que el Estado tiene un papel rector sobre la sociedad. Y el hecho de que la ley carezca de valor incluso para los estatistas no hace más que confirmar la sospecha —intuida por tantos y defendida por tan pocos— de que el Estado no debe un tener un rol directivo sobre las personas. Los parlamentarios, por ende, no están integrados en la institucionalidad fiscal para aprovecharla en beneficio del conjunto de ciudadanos, sino para capturar cuotas de poder y beneficiarse solamente a sí mismos y a sus cercanos.

Axiomas morales como el principio de reciprocidad o el principio de no agresión resultan mucho más confiables que una ley cuando se trata de decidir sobre qué es lo correcto. La ley, en realidad, en cuanto producto de los legisladores y del gobierno, actúa como una fuerza corruptora de los axiomas morales.

Reflexiono sobre esta distinción entre la ley y los principios morales porque estoy convencido de que es imposible corregir tanto a los parlamentarios cuanto el sistema político. Considero una pérdida de tiempo esforzarse en buscar políticos virtuosos o en diseñar un sistema político aceptable. A lo sumo, vale la pena oponerse al establecimiento del fascismo, que impera en países como Corea del Norte, Cuba o Venezuela. El instinto de supervivencia ante el fascismo explica parcialmente, por ejemplo, la elección de Donald Trump —como una forma de escapar desde Hillary Clinton— en Estados Unidos. Pero no resulta conveniente, me parece, esmerarse en hacer algo «mejor». ¿Cómo podríamos, de hecho, encontrar una forma «buena» de robar y de limitar la libertad de las personas?

Vallejo y Boric nos están ayudando, en fin, a revelar la inmoralidad de defender la existencia de las leyes y el Estado. Las leyes no son una fuente aceptable de preceptos morales y el Estado no es una institución facultada en lo moral para gobernar sobre las personas. Les agradecería, por cierto, si no fuera porque ellos están luchando día a día por someternos a un mayor número de leyes y a un Estado cada vez más aplastante. Espero, en realidad, que se tropiecen constantemente en su camino de opresión y que encuentren cuantos obstáculos legales sean posibles: así no solamente se atrasarán sus perversos planes anti-humanos, sino que disfrutaremos de la ironía que significa tener legisladores totalitarios obstruidos por las mismas reglas que ellos utilizaron para llegar adonde están y que tratan de utilizar ahora para incrementar su poder.

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