¿Cuál discriminación?

Originalmente publicado en El Muro.

Hay una atmósfera discursiva, visible en artículos publicados por medios electrónicos, según la cual existe una honda discriminación en Chile. Cuando leo o escucho este tipo de afirmación, siempre me pregunto dónde ven esta supuesta discriminación las personas que se lamentan de ella, porque yo no la veo por ningún lado. Al contrario, me siento rodeado de personas que se horrorizan con la mera posibilidad de que exista la discriminación y creen verla en situaciones tangenciales que requieren algo de imaginación para clasificarlas como discriminatorias.

Debo tener criterios distintos. Nunca he visto que a una persona la bajen del bus o del taxi por ser de color, como leí alguna vez que ocurrió — en una única oportunidad y como parte de un incidente poco claro — en Francia. Tampoco he visto grupos llamando a expulsar a quienes no sean chilenos o de algún grupo específico, como sí he leído que hace la CAM en la Araucanía con respecto a quienes no sean araucanos — lo cual, por cierto, resulta difícil de determinar. En mi día a día, no percibo ningún tipo de situación discriminatoria con respecto a la religión, la raza, la orientación sexual o la forma de vestir de las personas. Porque, si la situación estuviese tan extendida como dicen que está aquellos que la denuncian, debería verla a diario en el Metro, en las micros, en el colectivo y en los paseos peatonales del centro de Santiago. ¡Pero no hay nada de esto!

No diré que la gente sea precisamente alegre, pero son amables a su manera: se preocupan de no incomodar al otro y esto implica no mirarlo. Yo adquirí la mala costumbre de mirar y sonreír a las otras personas cuando viví en Canberra, pero este comportamiento no tiene respuestas negativas en Santiago: en general, las personas reaccionan con indiferencia o me sonríen de vuelta. A veces llegamos a intercambiar un amable «hola». Estas actitudes no parecen precisamente discriminatorias desde mi punto de vista.

Esta presunta discriminación me recuerda el también presunto clasismo: quienes lo denuncian siempre se quejan de que les preguntan en qué colegio estudiaron. No diría que salgo poco de mi casa, pero a mí nunca me hacen esta pregunta. Cuando pienso específicamente en personas que conozco en una situación social introductoria, que parece ser el ambiente más adecuado para esta pregunta, jamás ha ocurrido. Quizá cuando entré en la universidad, pero no lo recuerdo bien. Me parece otra situación ficticia. Tal vez les ocurre a quienes viven en sectores específicos de Santiago; pero creo haber recorrido extensamente la ciudad a lo largo de mi vida y haberme encontrado con personas de los más diversos lugares y, a pesar de esto, nunca me he enfrentado con esta situación. Y, si lo hiciere, no pensaría que se trata de una forma de discriminación. ¿Cómo podría serlo?

En mi vasta memoria, recuerdo solamente una situación discriminatoria que fue sufrida por una compañera de curso en 2do o 3ro básico, cuando asistía a la Escuela D-489 de San Joaquín. A mitad del año escolar, se matriculó Margarita. Más por este aspecto de ingreso extraordinario que por cualquier otra cosa, los niños del curso le pusieron algunos sobrenombres y tenían actitudes poco amables con ella. Uno de los sobrenombres hacía referencia al presunto aspecto indígena de ella; pero esto no era más que una pesadez infantil, puesto que en esa sala (y esa escuela) casi todos éramos morenos. No había, pues, una motivación «racial», sino una mera reacción ante la llegada extemporánea de una niña que, además, pecaba de ser tímida. Las burlas cayeron sobre mí cuando, después de que ella recorriese fila y media de la sala pidiendo infructuosamente que alguien le prestara una goma de borrar (iba pidiendo banco por banco y alumno por alumno), yo le presté la mía. Supongo que me acuerdo de esta situación porque nunca más he visto otra similar en mi vida. Y se trataba de niños, perversos por naturaleza, no de personas adultas que saben cómo comportarse con y cómo tratar a los demás y que han madurado emocionalmente.

Si la discriminación fuera algo común, no solamente sería más cotidiano verla, sino que las personas no se indignarían tanto con ella. Presumo que igualmente la criticarían, como criticamos el SIMCE, la desidia de los funcionarios públicos, las llamadas para ofrecer planes telefónicos, la excesiva cantidad de gente en el Metro o los tacos en las calles: ¡estas cosas sí que son comunes!

Como soy malpensado, imagino que quienes denuncian una discrimnación excesiva tienen un propósito detrás de esta conducta. Naturalmente, pretenden que haya más leyes y regulaciones que normen hasta las situaciones más absurdas — ¿Me pasas la sal? — No quiero. -¡Discriminador! — Entonces, no solamente los considero mentirosos, sino que un riesgo para la libertad individual. Ellos están instalando un discurso que ya ha servido como fundamento para legislación especial, pero tal parece que no están satisfechos. Como Homero Simpson condenado en el Infierno a comer todas las rosquillas del mundo, ellos quieren devorar las opiniones, las emociones, las miradas, las expresiones faciales y todo lo que pueda ser interpretado latissimo sensu como discriminación. Es el sino ineludible de la corrección política y por esto hay quienes le tienen tanto miedo. La pregunta, claro está, es cómo podemos eludir esta corrección política que ahora parece desatada e irrefrenable, como una avalancha de nieve.

Comentarios