Libertad: ni voluntad ni posibilidad

Publicado originalmente en Ciudad Liberal.

Fuente: Galería Caribou

Se dice que la libertad absoluta no es aceptable porque ella conllevaría múltiples atropellos de los derechos ajenos. He demostrado, no obstante, que es imposible vulnerar un derecho ajeno en el ejercicio de nuestra libertad. La confusión surge desde la asunción errónea de que libertad equivale a voluntad. Aquí explicaré por qué libertad y voluntad no son lo mismo.

La voluntad, digamos, es la facultad espiritual de tener la intención de que algo ocurra. Así, por ejemplo, los geocidas quieren que la Tierra sea destruida: no necesariamente por ellos, no necesariamente de forma artificial, pero que sea destruida al fin y al cabo. La voluntad se expresa verbalmente, pues, con la fórmula «quiero que» o «quiero» más infinitivo. Tiene que haber, pues, una cláusula dependiendo del verbo «quiero». Es posible, por cierto, tener la intención de que cualquier cosa ocurra: de que tengamos hijos, de casarnos, de destruir el planeta, de conquistar el mundo, de estudiar una carrera, de visitar una ciudad, etcétera. La limitación estructural de la voluntad está dada por la manera de expresarla verbalmente: no se trata de un deseo meramente objetivo («quiero una casa»), sino de un deseo activo («quiero comprar una casa»).

La libertad me resulta, por cierto, más difícil de definir. He escuchado que yo soy «libre de hacer algo» y sé que esta expresión tiene dos interpretaciones: 1) que nadie puede impedirme hacer lo que quiero y 2) que solo teniendo los medios materiales necesarios puedo hacer lo que quiero. También tengo conciencia de que la libertad es el concepto con el cual identificamos la falta de impedimentos para disponer de nuestra propiedad a nuestro antojo. Ambas concepciones, no obstante, tienden a confundir libertad con voluntad y es mi intención expresa en este texto remarcar lo que las hace distintas, no confundirlas y hacerlas ver como iguales. En una discusión por Facebook (que terminó con el bloqueo de mi contraparte a causa de sus expresiones ofensivas), David Leal me interpeló para que definiera la libertad y yo, en la definición que ofrecí, empecé diciendo que la libertad es un derecho. David me contradijo, expresando que es un error decir que la libertad sea un derecho, pero no ofreció una corrección: esta, por supuesto, es una táctica para confundir al debatiente y hacerlo creer inerme. No obstante, un análisis rápido nos conduce precisamente en esa dirección. Sabemos que gozamos de libertad para transitar por el espacio público, pero no gozamos de libertad para obstruir el espacio público. Asimismo, gozamos de libertad para expresar nuestras opiniones, pero no gozamos de libertad para censurar otras opiniones. Estas salvedades tienen lugar porque la libertad tiene una limitación estructural que le impide ser ejercida en contra de la libertad (o la vida o la integridad) ajena. Y esta limitación es precisamente aquella que identificamos en los derechos al examinar el sintagma jurídico. Resulta inevitable, por lo tanto, decir que la libertad es un derecho: sin esta salvedad, la libertad será naturalmente confundida con la voluntad. Podemos decir, por ende, que la libertad es el derecho de disponer de nuestra propiedad. El «disponer de nuestra propiedad» en esta definición podría fácilmente ser interpretado como un «hacer lo que queramos», llevando a una equivalencia de la libertad con la voluntad. Pero este «disponer de nuestra propiedad» no es más que la diferencia específica del género próximo «derecho». Esto quiere decir que, en primer lugar, la libertad forma parte del conjunto llamado «derecho» y está, por lo tanto, sujeta a la estructura del sintagma jurídico. En consecuencia, la libertad se encuentra estructuralmente impedida de vulnerar otros derechos: si alguien advoca la libertad para justificar o defender un atropello, sabremos que se trata de una vulneración, no de un derecho. La diferencia específica es el rasgo peculiar de la libertad que la distingue de todos los otros posibles derechos: este derecho consiste específicamente en «disponer de nuestra propiedad». Nuestra propiedad, por supuesto, comprende tanto nuestro cuerpo cuanto nuestras posesiones personales, etcétera.

La segunda interpretación sobre la expresión «libre de hacer algo» ha sido ampliamente utilizada por sectores colectivistas para justificar las limitaciones y atropellos de la libertad. Se trata, pues, de un recurso retórico que se aprovecha de la lógica natural para hacer creer a las personas que no son libres cuando, en realidad, sí lo son (o viceversa). En efecto, este recurso aprovecha la confusión de libertad y voluntad para homologar libertad con posibilidad. Su lógica es la siguiente: «quiero hacer algo» = «tengo la libertad (el derecho) de hacer algo». Pero si no tengo los medios materiales para hacer algo, entonces «no puedo hacer algo» = «no tengo la libertad de hacer algo». Por supuesto que esta secuencia contiene un error interno: primero asume que la libertad equivale a la voluntad, pero después supedita esta a las posibilidades materiales de cada uno y hace equivaler la libertad a esta condición. ¿Cómo podría la libertad, pues, ser voluntad y posibilidad al mismo tiempo? ¿En virtud de su «espíritu libre»? ¿O a causa de que «querer es poder»? De ninguna manera. La libertad no es voluntad porque no es una facultad del espíritu y porque no admite la vulneración de la libertad ajena (lo que no es impedimento para el ejercicio de la voluntad) y tampoco es posibilidad porque este es un concepto tan amplio que puede cubrir tanto cosas como seres vivientes y admite la vulneración de libertades y derechos ajenos.

La libertad, el derecho de disponer de nuestra propiedad, está explícitamente confinada al ejercicio de nuestra voluntad de una manera tal que no vulnere los derechos de nadie y al ejercicio de nuestras posibilidades en los límites impuestos por nuestra propiedad. La libertad nunca implicará vulnerar el derecho de alguien más ni tampoco utilizar la propiedad de alguien más. Estos dos principios están contenidos en la definición de libertad ofrecida aquí y resultan lógicamente necesarios si pretendemos establecer una distinción entre libertad y voluntad (y entre libertad y posibilidad).

Como corolario, podemos decir que la responsabilidad no depende solamente de la libertad, como algunos creen, sino que cualquier cosa que hagamos, aun cuando no se trate de una acción «libre». Yo soy responsable, por ejemplo, de pagar las deudas que contraigo libremente: como dueño de mi trabajo, yo dispongo del producto de este (mi propiedad) para cancelar las deudas que decida contraer a cambio de productos y servicios específicos. No obstante, también soy responsable por los daños que cause en la propiedad de alguien. Ciertamente, romper un vidrio a propósito no es un ejercicio de libertad, sino una vulneración de un derecho ajeno. Pero yo soy responsable de pagar por este vidrio roto, aunque no lo haya quebrado libremente. Existe una severa confusión con respecto a la relación de libertad y responsabilidad, porque se la reputa exclusiva cuando, en realidad, es circunstancial. Nosotros somos responsables de todo lo que decimos y hacemos voluntariamente, sea como ejercicio de nuestra libertad o como un ejercicio de vulneración.

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