De la justificación de las acciones voluntarias

Originalmente publicado en Ciudad Liberal.

Imagen: Seek Cartoon
¿Por qué Bart está cavando un agujero en el jardín? No tiene una razón para hacerlo: simplemente ha decidido hacerlo. ¿Es posible, entonces, que alguien haga algo voluntariamente sin tener una justificación para lo que hace? Por supuesto que sí. Si bien esta respuesta es de perogrullo —yo no lo pondré en duda—, hay quienes creen imposible que una acción voluntaria sea desempeñada sin una razón. Pero hay al menos dos razones para justificar que una acción voluntaria sí puede carecer de justificación: 1) que efectivamente ocurre: lo demuestra el hecho de que Bart está cavando un agujero sin razón aparente y 2) que no podemos ver lo que ocurre en la mente de quien actúa, de modo que presumir una razón para cada acción voluntaria no pasa de ser un acto de (mucha) fe.

En mi experiencia personal, hay acciones voluntarias que no puedo justificar ni explicar. No puedo explicar por qué tengo un protocolo para levantarme y un protocolo para acostarme: simplemente lo he decidido así y así lo ejecuto. No puedo explicar por qué soy incapaz de aceptar que me hagan trabajar en horarios fuera del contrato (sin que me paguen horas extra) cuando todos los demás profesores lo hacen: simplemente digo que no (y luego me despiden). No puedo explicar por qué decidí echar por la borda mi cuidadoso plan académico e irme a hacer un Magíster de Investigación en Australia, pero tomé la decisión y asumo todas sus consecuencias. ¿Por qué habría de entregar una explicación para lo que hago cuando tengo certeza de que yo mismo he decidido hacerlo y asumo plena responsabilidad de lo que he decidido hacer?

Recientemente me han sorprendido con preguntas que siento que no puedo responder. He intentado contestar, pero lo más honesto es decir que no tengo una explicación: simplemente estoy tomando decisiones injustificadas. En ambas oportunidades, por cierto, me han estado conminando a abandonar una institución a la cual pertenezco. En la primera oportunidad, me preguntaron por qué sigo siendo miembro de Red Liberal si este movimiento tiene un importante número de socialdemócratas que, más allá de pensar distinto, tratan pésima y despectivamente a los liberales del grupo. Si bien siento que la vocación de Red Liberal es el liberalismo y que, por lo tanto, hay que corregir los errores que acarrea hasta ahora, no podría decir que esta sea la razón para que yo no abandone el movimiento. Se trata, más bien, de una decisión injustificada: como tantas otras que he tomado. No me preocupa, no me quita el sueño y sé que puede cambiar en cualquier momento.

En la segunda oportunidad, me preguntaron por qué sigo asistiendo a misa si es sabido que la Iglesia como institución ha encubierto a violadores de menores (pedófilos para usar el eufemismo). Para este asunto, no tengo ninguna respuesta porque no es algo en lo que haya siquiera pensado. Si lo reflexiono ahora, no siento que mi asistencia a misa empeore el daño causado por los violadores ni tampoco que avale su conducta. Pero no ahondaré en razones porque, honestamente, no siento que deba justificar ni explicar nada: lo que yo hago no guarda relación con lo que hacen los violadores. Siento que la situación es similar a la de un profesor que forma parte del Colegio de Profesores (yo no lo hago) y alguien lo critica por validar, con su militancia, el desvío de fondos hacia el Partido Comunista. No digo que la situación no merezca una reflexión, pero no es en absoluto necesaria para que la persona tome una decisión sobre qué hacer.

Entonces viene la insistencia: «tiene que haber una razón». O incluso la inconciencia: «me pregunto qué razón habrá detrás de ese comportamiento». Resulta difícil convencer a alguien enteramente cautivo de una certeza. Pero no es imposible. Podemos seguir al menos dos caminos: 1) la comparación o 2) la autopersuasión. Siguiendo la vía de la comparación, podemos proponerle al creyente que, así como él tiene la certeza de que yo tengo una razón para todo lo que hago, yo tengo la certeza de que él conoce mis razones y me las pregunta solo para autosatisfacerse o humillarme: este ejemplo le ayudará a darse cuenta de que, efectivamente, no siempre hay una razón para sospechar del otro y de que es imposible que yo conozca lo que ocurre en su mente, tal como argumentamos en el sentido contrario. Siguiendo la vía de la autopersuasión, podemos proponerle al creyente que examine su propia convicción hasta el punto en el que deje de ser voluntaria: esto lo hará proponer que el origen de su duda se encuentra en la necesidad de explicar el mundo y nos dará la oportunidad de preguntarle si acaso su curiosidad tiene una causa, lo que posiblemente hará que él tome conciencia de las mismas conclusiones expuestas en el ejemplo anterior.

Las acciones voluntarias, pues, no necesariamente tienen una razón de ser o una explicación. Pues no todo lo que ocurre en la mente está dominado por la razón del sujeto. Y, aun cuando pueda ejercer su dominio en ciertas áreas, asimismo puede abstenerse de hacerlo. El ejercicio de la libertad, por ende, no ha de responder a justificación alguna: es porque el individuo se sabe libre. La libertad no es porque un Estado decida que sea ni porque una teoría propone su existencia ni porque un grupo de hombres llega al acuerdo de que es. La libertad es porque yo siento que soy libre.

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