Derechos inalienables

Originalmente publicado en Ciudad Liberal.

Imagen: Wellcome Images

La receta 214ta descrita por Scribonius Largus (siglo I d.C.) en sus Compositiones tiene la indicación que «Vbi emplastri habet temperamentum, adicitur propolis inalienatae et bonae, qualis est Attica, pondo selibra». Cuando el emplasto esté tibio, se mezcla con media libra de propóleo intacto y apropiado, como el ático. Es la única ocurrencia de la que tengo noticia del verbo «inalineo» en el latín clásico. «Inalienatus», el participio perfecto de «inalineo», podría traducirse como inalterado o intacto, dependiendo del contexto. Esta palabra, pues, ha sido tomada como fundamento para crear el moderno inalienable. Este término aparece en el diccionario Tesoro de las dos lenguas española y francesa de César Oudin (1660) y es definido como «qui ne se peur aliener». Comenzó a hacerse popular hacia fines del siglo XVIII y su uso más frecuente se registró el año 1974 según Google Ngram.

Se dice que los derechos de las personas son inalienables. En efecto, ¿cómo le podríamos decir a alguien que ha perdido su derecho a ser feliz? La felicidad personal puede depender del azar, del esfuerzo personal o de una combinación de estos factores. No es posible ejercer control [preciso] sobre la felicidad de una persona o sobre sus sentimientos en general. Este sencillo ejemplo demuestra que los derechos no son algo que pueda ser entregado o arrebatado. Así, pues, es posible afirmar que los derechos no entran en ni salen de nosotros, sino que residen en nosotros siempre. Porque el derecho de hacer algo es distinto de tener los medios para hacerlo. Por ejemplo, yo tengo el derecho de hacer lo que quiera con mis cosas, puesto que me pertenecen. Pero el conjunto de cosas que me pertenecen es variable: su expresión mínima está en mi cuerpo, pero también puedo poseer un computador (donde escribo esta columna), una licencia de MS Office 2013 (que me costó nueve dólares gracias a un convenio entre Microsoft y mi universidad), etcétera. Y yo puedo conservar, vender, destruir o hacer lo que me plazca con todas estas cosas porque me pertenecen. Mi derecho de propiedad no se acrecienta ni disminuye con cada cosa que adquiero o pierdo, sino que es siempre el mismo: su definición está dada porque yo puedo hacer lo que quiera con lo que es mío.

Un derecho, no obstante, puede ser vulnerado. Es posible, en efecto, que otra persona me obstruya en mi intención de hacer lo que quiero con mis cosas o en mis esfuerzos por alcanzar la felicidad. Es lo que ocurre cuando alguno nos desposee de lo nuestro contra nuestra voluntad (nos roba). Sabemos que así se configura el sintagma jurídico y que es posible definir si un comportamiento constituye derecho al observar que es posible vulnerarlo.

Esta columna viene a añadir otra característica propia de los derechos: no solamente son susceptibles de ser vulnerados, sino que, además, no pueden ser otorgados ni alienados.

De modo que, si pensamos en un conjunto de bienes, podemos decir que estos bienes no son derechos. Si bien es posible vulnerar los bienes, causándoles algún daño, resulta enteramente posible enajenarlos o alienarlos. Lo que no se puede alienar es la facultad que tiene el dueño de los bienes para hacer lo que quiera con ellos. Así podemos distinguir entre los bienes y el derecho de hacer lo que queramos con nuestros bienes.

De la misma manera, podemos distinguir entre el derecho a la educación y el acceso a la educación. Nadie debe impedirnos que nos eduquemos de la forma que estimemos conveniente. Esto no significa, no obstante, que podamos exigirle a cualquier persona o institución que nos eduque. El hecho de que nos nieguen la prestación de servicios educacionales en una institución no vulnera nuestro derecho a la educación. En cambio, la interrupción intencional de una clase sí lo haría. Al solicitar el ingreso en una institución educativa, no estamos ejerciendo nuestro derecho a la educación. Al asistir a una clase (en la que ya hemos sido admitidos), en cambio, sí. Por eso la interrupción intencional (y arbitraria) de la clase constituye una vulneración.

Tanto la vulnerabilidad cuanto la inalienabilidad son rasgos pertinentes para describir los derechos, pero la inalienabilidad aparece como un rasgo inherente en tanto que la vulnerabilidad aparece como un rasgo accidental. En efecto, la vulnerabilidad está ahí, pero solamente se manifiesta cuando ocurre una vulneración (y esto puede hacernos tomar conciencia de que hay un derecho). La inalienabilidad, en cambio, es un rasgo manifiesto siempre cuando contemplamos los derechos. Si bien ambas características estarán siempre vinculadas con los derechos, la forma de establecer la relación con ellos es distinta.

Como dijimos, la vulnerabilidad es accidental en relación con los derechos y esto mismo hace que vulneración y derecho tengan una relación de determinación [vulneración → derecho]. Por esto mismo es que, cuando detectamos una vulneración, podemos presumir inmediatamente que hay un derecho, puesto que la vulneración siempre es vulneración de un derecho.

La inalienabilidad, por su parte, es inherente a los derechos. El carácter inalienable no es, eso sí, un elemento separado que establezca una relación con el derecho. A causa de esto, no sería posible que establezcamos una relación de interdependencia, por ejemplo, entre el carácter inalienable y el derecho. En cambio, el carácter inalienable es un rasgo inseparable del derecho. Por lo tanto, cada vez que propongamos el derecho de algo, estaremos asumiendo que este derecho es inalienable.

Esta caracterización nos permite identificar al menos tres rasgos constantes de los derechos: son individuales, son inalienables y son vulnerables. Cuando alguno proponga un derecho que no sea individual, podremos objetarlo porque no es lógica ni estructuralmente posible proponer un derecho que no sea individual, puesto que ellos residen en el interior de cada hombre y no son compartidos, sino que son habidos por separado. Cuando alguno proponga un derecho que no sea inalinable, podremos objetarlo porque no resulta posible que los derechos sean entregados o arrebatados: ellos existen de forma perenne en nuestro interior y no pueden salir de ahí. Cuando alguno, por último, proponga que un derecho no sea vulnerable, le asestaremos un golpe y le arrebataremos la billetera para preguntarle si acaso no sintió que existiese alguna vulneración en lo que hicimos: si lo niega, se abstendrá de recuperar su billetera o de denunciarnos.

Quienes rechazan el carácter individual, inalienable y vulnerable de los derechos constituyen, por ende, un riesgo constante para nuestra seguridad. Debemos esforzarnos para que estas personas no solamente se abstengan de causarnos daño, sino que también no ocupen cargos políticos ni de representación o judiciales: su presencia allí significa una desgracia para la defensa de los derechos y una amenaza para ellos mismos.

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